Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 28/04/2013.
La crisis de la política en la que nos encontramos consiste en que la sociedad ha aumentado sus exigencias de control y participación, mientras que el sistema político continúa con un estilo de gobierno jerárquico y opaco. Para agravar un poco las cosas, si somos sinceros, deberíamos reconocer que tampoco es que la gente sepa exactamente lo que la política debería hacer; la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles a ustedes por otros, ya que tenemos la última palabra, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema políticos, combatamos juntos la misma incertidumbre.
La sensación de fatiga que ofrece nuestro entramado institucional merece reflexiones profundas. Se trata de una crisis a la que no se hace frente con remedios tecnológicos o simulando una mayor cercanía hacia la sociedad, bajándose el sueldo o aumentando su presencia en las redes sociales… Los mejores métodos de marketing no son suficientes para superar los malentendidos y desconfianzas que han surgido últimamente entre la ciudadanía y sus representantes.
El remedio universal que se ofrece para nuestros males políticos es la receta de la proximidad. La cercanía, real o simulada, es invocada contra el mal político absoluto que es la distancia. Las nuevas tecnologías de la informacin esos dispositivosagotado su virtualidad de legitimaci a favor de que exploremos ese territorio, simplemente quisiera que lo hión y la comunicación aparecen como instancias de salvación en este naufragio de desconfianza. Estoy absolutamente a favor de que exploremos ese territorio, simplemente quisiera que lo hiciéramos conscientes de que la comunicación digital tiene unas capacidades ilusorias. Ya están inventados y han agotado su virtualidad de legitimación esos dispositivos que simulan una conexión mandando un mensaje al presidente, que responde automática e instantáneamente y le agradece su opinión. No, la verdadera comunicación entre representantes y representados se ejerce de otra forma, sin excluir este tipo de procedimientos.
Puede que estemos confundiendo la voluntad general con el pulso diario en una especie de “democracia meteorológica”, en la que las encuestas de opinión o la opinión publicada son como los mapas del tiempo que nos permiten decidir si salimos hoy a la calle con abrigo, paraguas o manga corta, es decir, si hacemos un decreto ley, lanzamos un determinado mensaje o desaparecemos de la escena. No olvidemos que nuestra falta de anticipación colectiva frente a la crisis económica fue debida a una “falta de proximidad” con la sociedad, sino a este cortoplacismo que estableció un encadenamiento fatal (con distintos grados de responsabilidad, por supuesto) entre la falta de visión de los gobernantes, el deseo de beneficios de las instituciones financieras, la irresponsabilidad de los organismos controladores y los hábitos de los consumidores.
Necesitamos un sistema político cuyos agentes escuchen realmente a todos: a las voces más ruidosas y a los murmullos más profundos, que atiendan las urgencias del momento pero no descuiden la anticipación del futuro, que equilibren adecuadamente el corto y el largo plazo.
En la cultura política contemporánea se ha instalado un cierto lugar común que entiende la profundización en la democracia como más participación directa y un cuestionamiento de la representatividad. De la crisis política que estamos atravesando no se sale con más participación ciudadana pero tampoco con menos, sino mejorando la interacción entre ambos niveles de la construcción democrática. Hay mucho asuntos que tienen que ser resueltos por el sistema político y para lo que éste dispone de una confianza ciudadana delegada. Las funciones que deben llevar a cabo los representantes no se pueden subcontratar, ni siquiera en el pueblo. El “outsourcing” populista es una dejación de responsabilidad que suele dar resultados desastrosos; lo razonable es que esa relación se ejerza en términos de exigencia de responsabilidad, dación de cuentas y justificación.
Esforcémonos en proporcionar una capacidad efectiva de controlar, pero no contribuyamos a debilitar la política cuestionando su naturaleza representativa. Tanta delegación como sea inevitable y tanto control como sea posible, este sería mi consejo. El control ciudadano no resulta fácil en las actuales condiciones de complejidad, pero tiene que ser facilitado expresamente para que no se convierta en un principio vacío. Cuanto más se ponga el sistema político en manos del control ciudadano (que en una democracia avanzada se realiza a través del control parlamentario, de la opinión pública, los organismos de supervisión o regulación y la sanción electoral), más capaz será de detener ese desafecto que, en los actuales niveles, empobrece la calidad de nuestra democracia. Esto es algo que se realiza a través de las elecciones, los mandatos, las supervisiones y las sanciones, entre las cuales la más importante políticamente hablando es la posibilidad de mandarles a casa y elegir a otros. No se trata tanto de decir a los políticos en todo momento, como si fueran meros ventrílocuos de la sociedad, lo que tienen que hacer, del mismo modo que tampoco ellos tienen el derecho de prescribirnos la opinión que nos merecen.