Ciudades culturalmente inteligentes
Artículo publicado en El Correo/El Diario Vasco, 02/05/2016
Cuando se habla de progreso, de sociedades del conocimiento o de ciudades inteligentes, lo primero que viene a la cabeza es el imaginario tecnológico-digital: dispositivos tecnológicos como sensores, plataformas de gestión de servicios, el internet de las cosas, sistemas para la adquisición y almacenamiento de datos, la gestión de los transportes, es decir, pensamos en términos de infraestructura material y muy poco en relación con lo que podríamos llamar infraestructura simbólica. Hay una especie de obsesión “high-tech” en todas las políticas de innovación que tiene su lógica: las nuevas tecnologías son más visibles que las reformas institucionales; el éxito económico es más calculable que la cohesión social; las innovaciones sociales y apenas se pueden patentar o vender.
A mi juicio, esta manera de entender la sociedad obedece a una confusión —o mejor, un conjunto de confusiones—, refleja un desequilibrio en la configuración de nuestras sociedades e implica una concepción reduccionista de la tecnología. De entrada, es una confusión que obedece a la tan extendida confianza en que las innovaciones técnico-económicas nos vayan a asegurar la mejora de las condiciones de vida en toda su amplitud. Desde la derecha hasta la izquierda, todo el espectro ideológico está abducido por esa irresistible tendencia a esperar que las soluciones técnicas arreglen los problemas políticos (desde quien, por la derecha, confía toda la legitimación democrática a la recuperación económica hasta quien, en el imaginario político de lo que podríamos llamar la izquierda digital, aguarda esa revitalización de la democracia como un efecto necesario de internet y el espacio sin mediaciones de las redes sociales).
Esta confusión está en el origen de otras muchas en virtud de las cuales “inteligente” equivale a tecnológicamente desarrollado o energéticamente sostenible, y una ciudad es smart cuando aplica las TIC al gobierno o en la prestación de servicios, el comercio, la movilidad y la gestión de residuos, cuando hay wifi en cada vez más sitios. ¿Hacemos así justicia a toda la amplitud del concepto de inteligencia cuando lo aplicamos a formas de organización humanas como la ciudad, el gobierno o la sociedad en su conjunto?
Pienso que el estrechamiento tecnológico de la inteligencia está en el origen de otras muchas equivocaciones, como las de confundir la calidad con el impacto, el rendimiento con la aportación, la autoridad con la fama, la conectividad con la comunicación, el desarrollo con el crecimiento, lo nuevo con lo transgresor, las mejores practicas con las rutinas más extendidas… Y empiezo a pensar que eso de los big data se corresponde con la ilusión de que el examen de las correlaciones de datos nos permitiría renunciar a las teorías, de manera que cabría asegurar: grandes datos, teorías pequeñas.
Dar por sentado el valor de la utilidad tecnológica y minusvalorar la aportación de la cultura nos conduce a una sociedad descompensada. Se instala así un desequilibro entre la euforia tecno-científica y el analfabetismo de los valores cívicos. Podríamos denominar a esta situación como monstruosa porque un monstruo es alguien que ha desarrollado mucho una de sus dimensiones mientras que otras se atrofian, dando lugar así a la falta de armonía de todo lo que es unilateral y deforme. No habrá verdadero desarrollo humano ni sociedades maduras mientras no corrijamos ese modo de pensar que desprecia los saberes menos exactos, como los intuitivos, interpretativos, creativos o artísticos, que no se traducen en aparatos tecnológicos, en una rentabilidad inmediata o en evidencias indiscutibles.
El éxtasis tecnológico suele ir unido a una visión determinista y reduccionista de la tecnología, a la que no considera un fenómeno social y cultural, de manera que los dispositivos técnicos predeterminaran su uso sin permitir que cada sociedad se apropie de ellos de acuerdo con su propia idiosincrasia y patrones culturales. La historia de la tecnología desmiente este determinismo, para lo que el ejemplo más célebre es el teléfono, que Bell había ideado para transmitir música o, por citar otro caso más reciente, cómo internet puede ser tanto un instrumento que amplía nuestra libertad como el medio para que nos espíen hasta unos límites insospechados. Otro ejemplo que ilustra dicho reduccionismo es que hayamos concebido la brecha digital como desigualdad en el acceso y no por el uso que hacen las personas de estas posibilidades abiertas por la tecnología digital.
Ya Polanyi defendía en 1944 la tesis de que la industrialización y el crecimiento fueron impulsados menos por las tecnologías basadas en el capital que por las ciencias de la organización, es decir, que los principales impulsos de la revolución industrial fueron descubrimientos en el ámbito sociológico, no invenciones técnicas. Frente a la reducción de lo técnico al artefacto singular debemos subrayar su inserción en unas prácticas sociales. No es tanto el potencial mismo de la técnica como los aspectos culturales y sociales los que deciden cómo irrumpe lo nuevo en el mundo.
Si llamo la atención sobre el reduccionismo determinista no lo digo por falta de aprecio hacia la tecnología, sino todo lo contrario: porque considero que de esta manera no se hace justicia al fenómeno completo de la tecnología, que no sólo consiste en artefactos sino en usos sociales y disposiciones culturales dentro de las cuales las innovaciones técnicas se ponen al servicio de ciertos valores. Hemos reducido la revolución digital a una mera inversión en tecnología, del mismo modo que habíamos degradado la sociedad de la comunicación a sociedad de la información, entendida como una sociedad de las máquinas de búsqueda y el almacenamiento de datos, como si el aspecto de la interpretación fuera irrelevante. Por supuesto que hemos de aumentar la calidad de vida de la gente a través de la tecnología, pero en última instancia esto no se puede conseguir sin un concepto inclusivo de inteligencia, de desarrollo, innovación y competitividad.
Hoy podemos constatar el agotamiento de esta manera estrecha de pensar el desarrollo humano. Lo prueba el hecho de que haya aumentado la significación de los componentes sociales y culturales o “factores blandos» de la innovación y la competitividad territorial, como la cualificación, la comunicación o los estilos de comportamiento. Se va poniendo de manifiesto la importancia de esos factores de competitividad que son los “non-market linkages” (redes, confianza, capital social, etc.). Los factores “blandos” de la competitividad dejan de ser considerados algo accidental o secundario, restos de la racionalidad económica entendida a la manera neoclásica. Mientras que los análisis tradicionales acerca del desarrollo regional estaban casi exclusivamente focalizados en la industria, los clusters y las empresas, la idea de los “entornos de conocimiento” nos invita a dirigir cada vez más nuestra atención hacia los factores culturales de la vida social y la significación cualitativa de las estructuras sociales en los procesos económicos. Nos estamos dando cuenta de que muchos elementos no mercantiles se encuentran en el núcleo del desarrollo económico de los territorios.
El punto de vista típico de la era industrial era que los lugares crecían o bien porque estaban situados en las rutas de transporte o bien porque estaban junto a recursos naturales que animaban a las empresas a implantarse en ellos. Hoy sabemos, en cambio, que la clave del crecimiento no es la reducción de costes sino disponer de personas muy educadas y creativas. Hay que pasar del bajo coste a la alta creatividad. En la economía del conocimiento el potencial creativo es un elemento fundamental para el crecimiento y el éxito de las ciudades y los territorios.
Frente a las expectativas de progreso colectivo centradas en el desarrollo de un conocimiento entendido a partir del modelo de la exactitud científica y la practicidad tecnológica, deberíamos advertir que lo que verdaderamente nos importa no son tanto los datos y las informaciones como su sentido, es decir, cómo debemos interpretarlos, qué es lo deseable, justo, legítimo o conveniente. Por decirlo de otra manera: por encima de la infraestructura material de la sociedad del conocimiento hay toda una superestructura simbólica en donde se juegan las verdaderas cuestiones de la existencia individual y colectiva.
De este modo llegamos a la cuestión decisiva que se interroga por el valor de la cultura en relación con el desarrollo armónico de los seres humanos y las sociedades democráticas. ¿Qué sentido tiene la cultura si es verdad aquello que decía el filósofo alemán Hans Blumenberg de que en todo elemento cultural —en el más modesto adorno— hay algo así como un momento de economía interrumpida? ¿Qué razón explica que los seres humanos, presionados desde siempre por las urgencias de la supervivencia, no hayan renunciado a esta aparente suspensión de la utilidad? Mi respuesta sería: porque no es nada inútil.
La cultura es un ámbito de reflexión, interpretación y autocomprensión. Una sociedad no avanza verdaderamente sin un espacio reflexivo y crítico en el que discutir las interpretaciones posibles acerca de sí misma. En las diversas expresiones culturales los seres humanos no hacemos otra cosa que proponer interpretaciones de lo que somos e ideamos futuros a los que temer o aspirar, en una dimensión que tiene que ver con el sentido que damos a cuanto nos pasa y no tanto con la constatación de hechos o la gestión de objetividades. Las leyes de divorcio no pueden modificar el destino de Agamenón, ni la psiquiatría es una respuesta al drama de Edipo; los problemas de Fausto no pueden ser arreglados por el Fondo Monetario Internacional, ni por una agencia de viajes los de Ulises o el holandés errante; sería una torpeza creer que el destino de Lear se resolvería estableciendo asilos de ancianos; el dilema que atormenta a Antígona y Creonte es tan profundo que no puede solucionarlo ninguna reforma de los ritos funerarios. En ninguno de estos relatos se contienen las recetas para solucionar los graves problemas que padecen sus personajes; pero no encontraremos una solución verdaderamente humana a esas penalidades si no las hemos comprendido bien, para lo cual no hay mejor exploración que las obras maestras de la literatura.
Por eso la cultura es tan insistente en los mismos temas, tan poco resolutiva, más generadora de incertidumbres que suministradora de soluciones. Se trata de un espacio en el que las artes y las letras se dedican no tanto a exhibir su competencia como a cultivar una serie de asuntos sobre los cuales los seres humanos no somos nunca plenamente competentes, una especie de repositorio de grandes cuestiones irresueltas, que nos muestran el abismo de nuestra desconocimiento: el sentido de la vida, el alcance de nuestra libertad, el misterio de la belleza, el valor de la justicia, la naturaleza del tiempo, nuestra condición mortal, los deberes de la ciudadanía, la posibilidad de algo que nos trascienda… Son temas que los humanos nos hemos planteado siempre y que nunca podemos dar por definitivamente solucionados, cuya supresión como asuntos sin importancia o superados nos arrojaría en esa ignorancia del orgullo que es la peor forma de estupidez.
¿Hasta qué punto es importante el sentido que damos a las cosas, nuestra manera de interpretar los acontecimientos o la transformación de las informaciones en juicio propio y qué tiene que ver la cultura con todo esto? Examinémoslo a partir de un provocativo experimento mental. Jugando a profetizar, Ray Kurzweil aseguraba que en el año 2048 nuestro buzón recibirá un millón de mails cada día, pero un asistente virtual los gestionará sin que tengamos que preocuparnos. Sería incluso posible que unos nano receptores-transmisores conectaran directamente nuestras sinapsis con unas supermáquinas que nos harían capaces de pensar un millón de veces más rápido. El problema es qué querrá decir «pensar» en tales condiciones. Contra la reducción de la inteligencia a una lectura de datos o a la aceptación de formas predefinidas, es necesario subrayar que el saber requiere libre acceso a la información pero también capacidad de eliminar el «ruido» de lo insignificante. Más que almacenar, lo decisivo es interpretar la información. El problema no es la disponibilidad sino la valoración de la información (su grado de fiabilidad, pertinencia, significación, el uso que de ella puede hacerse).
En el origen de nuestros principales fracasos colectivos hay una manera de pensar que entiende el conocimiento como la consecución de exactitud, la comunicación como transmisión estandarizada de informaciones y la organización política de la sociedad como una gestión de objetividades. Ahora bien, si pensamos en casos como la crisis económica provocada en buena medida por la matematización de la economía o en los desequilibrios ecológicos que implican ciertas tecnologías, lo que tenemos es un cuadro muy contrario: las pretensiones de exactitud o el desarrollo irreflexivo han dado lugar a decisiones irracionales y sólo las culturas de interpretación (esos entornos críticos en los que se interroga por la inserción social de las tecnologías, se discuten sus aplicaciones sociales, se hacen valer criterios éticos y políticos) han conseguido corregir su inexactitud social.
Si concebimos nuestras sociedades democráticas como sociedades que se interpretan a sí mismas, entonces tenemos mayores posibilidades de escapar del paradigma dominante que entiende la sociedad del conocimiento como el encuentro vertical entre los expertos y las masas. La sociedad es la puesta en común, frágil y conflictiva, de nuestras interpretaciones, algo más democratizador que la sumisión a unos datos supuestamente objetivos. El cultivo de la interpretación es la más importante aportación de la cultura a las sociedades democráticas. No es difícil entenderlo si tenemos en cuenta que todos los sedicentes realistas han apelado siempre a los datos para impedir la exploración de las posibilidades. Pero sabemos que esto no es sino una forma sutil de poder que consiste en insistir en los datos sin cuestionar las prácticas hegemónicas a partir de las cuales se obtienen precisamente esos datos y no otros. Esa dimensión crítica de la interpretación la hemos aprendido en el cultivo de eso que llamamos humanidades, que son, por cierto, la mejor educación para la ciudadanía. ¿Qué significa en este contexto apostar por la cultura y fomentar entornos en los que pueda desarrollarse esta forma de creatividad que caracteriza a las artes y las letras, así como a los saberes humanísticos?
Favorecer la cultura equivale a facilitar un ámbito de imprevisibilidad. Las creaciones más interesantes de la humanidad no han sido el resultado de una planificación sino emergencias improbables en un ambiente propicio, de diversidad, escaso control, apertura al largo plazo y paciencia. No hay estrategias que aseguren la creatividad. Por eso conviene no olvidar las limitaciones de las políticas culturales, como si fueran fórmulas mágicas automáticas. No faltan ejemplos de pequeños y grandes fracasos en el fomento de la creatividad. La difusión del modelo creativo ha llevado con frecuencia a que todos los territorios hagan lo mismo y jueguen con las mismas cartas. Por otro lado, la construcción de infraestructuras culturales no garantiza sin más la dinamización cultural e incluso ocurre con frecuencia que la creación cultural huya de esos sectores culturales formateados y planificados. Esta realidad invita a gobernantes y urbanistas a la modestia ya que la creatividad ni se planifica ni se programa. La creatividad, sea artística, social, tecnológica, científica o urbana, surge más bien allí donde no se la esperaba, aunque este carácter emergente no nos exime de trabajar para establecer las condiciones de su improbable aparición.
En cualquier caso, cuando queremos configurar el futuro de nuestras sociedades, conviene comenzar por la cultura porque siempre hay alguien que se toma al pie de la letra el libro en el que Woody Allen se preguntaba irónicamente «Cómo acabar de una vez por todas con la cultura».
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática
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