Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado el 11/11/2018 en El Correo (enlace)
(Imagen cortesía de El Correo)
Dentro de poco menos de un mes la Constitución cumplirá cuarenta años. Su proyección sobre la controvertida cuestión territorial muestra que el modelo tiene una potencialidad infrautilizada debido a que su desarrollo no ha sido realizado conforme al pluralismo político que en la Constitución se declara ni está a la altura de las transformaciones que se están dando en Europa en materia de concepción del poder.
Durante sus años de vigencia hemos asistido en realidad a una suerte de mutación constitucional del modelo territorial del Estado, al reforzar éste su naturaleza unitaria tras centralizar buena parte de la definición de las políticas públicas con carácter uniforme.
La crisis del sistema político en España deriva en buena parte de la obsolescencia e inadecuación de las previsiones Constitucionales en toda una serie de ámbitos claves para convivir en democracia y con una sociedad que en nada se parece a la de 1978.
Si las formaciones políticas liderasen con generosidad este proceso verían relegitimado su papel como actores principales de la vida política y ello permitiría una regeneración del clima político, al basar la convivencia en torno a nuevos consensos basados en cuatro grandes ejes: 1) Una nueva forma de distribución territorial del poder político admitiendo la dimensión plurinacional y que supere ese pétreo concepto de indisoluble unidad nacional («patria común e indivisible») española. Hay que realizar un esfuerzo real de integración de todas las sensibilidades. Demonizar los nacionalismos territoriales invocando el patriotismo nacional como prueba de lealtad divide y separa mucho más de lo que une; 2) Reforzar la dimensión social de los derechos ciudadanos; 3) Desarrollar con mayor valor democrático toda la dimensión de participación ciudadana, incluida una nueva regulación de las consultas y referendos, y 4) Anclar en la Constitución la dimensión europea, no asociada únicamente a la idea de recortes y austeridad.
Cuarenta años después de la aprobación de la Constitución continua vigente la inercia del bloque normativo fijado en 1978 que fue elaborado en el contexto de una entonces inmadura y frágil democracia. Es factible preguntarse si tal texto normativo debe subsistir normativamente sine die, sin plazo de caducidad, como si estuviese escrito sobre mármol y fuese imposible el más mínimo retoque, y cabría plantearse por qué se sacraliza una andamiaje institucional construido en aquella fecha más bajo el temor a una involución democrática que mirando al futuro, o por qué no se afronta con valentía política, acudiendo al corazón troncal de la democracia, la apertura de una etapa reconstituyente que permita reforzar el sistema a través de la superación del inagotado debate acerca de la democracia plurinacional.
El devenir político ha demostrado que la voluntad de acuerdo se impone por encima de todo cuando interesa o cuando de verdad hay pretensión de acuerdo. Basta recordar la reforma Constitucional del artículo 135, relativo al Pacto de estabilidad presupuestaria, tramitada por el procedimiento de urgencia, con aprobación en lectura única y sin convocatoria de referéndum. Esta reforma constitucional exprés hizo realidad el viejo dicho popular de que en política, si hay voluntad de acuerdo, todo es posible y que el Derecho, el ordenamiento jurídico, se subordina y adecua a los acuerdos políticos.
Este originario texto Constitucional cita una única vez, con ocasión de esa reforma impuesta, el término “Unión Europea”; mantiene guiños al pasado colonial español, al aludir a la especial relación de España con Filipinas, Guinea Ecuatorial, Andorra o los países iberoamericanos, desconociendo totalmente la realidad política y jurídica que supone la integración en la Unión Europea; no menciona, por no mencionar, ni el número ni la denominación de las Comunidades Autónomas y mantiene un ambiguo e impreciso Título VIII sobre distribución competencial entre el Estado y las Autonomías, modificado de facto a través de leyes orgánicas que han reinterpretado en clave recentralizadora su tenor literal.
El Estado de las autonomías que se acuñó con la Constitución de 1978 flota, se sostiene y sobrevive como un corcho a la deriva pero no termina de hacer pie. Y no es un problema de meras competencias. Los posibles escenarios futuros podrían contemplar, al menos teóricamente, alguna de estas cinco posibilidades: 1) la involución del propio sistema, no descartable si llegasen a triunfar tesis centralizadoras que reducen todo el problema territorial a la crítica basada en la redundancia estéril e ineficaz de administraciones; 2) el raíl de la continuidad: es decir, seguir con el “café para todos” y con la improvisación como motor de construcción del sistema, sin atajar ni abordar el verdadero problema latente; 3) desarrollar elementos y estructuras federalizantes del Estado, a través de un federalismo simétrico; 4) implantar un auténtico federalismo plurinacional, que permitiera el reconocimiento político y constitucional explícito de una democracia plurinacional, un amplio autogobierno y una participación en los asuntos estatales anclada en la idea de bilateralidad; 5) la secesión o independencia.
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