No hace falta ser especialmente crítico o escéptico para saber que la percepción que tenemos de las cosas no siempre es correcta. En el caso de la inmigración, fenómeno en virtud del cual se configura la identidad de los autóctonos y los foráneos, hay dos confusiones sin cuya revisión no puede responderse adecuadamente a la pregunta acerca de quiénes somos nosotros: tendemos a pensar que la inmigración plantea un grave problema económico a las sociedades de acogida y que la influencia va en una sola dirección, que solo “ellos” influyen en “nosotros”, cuestiones ambas que están en el fondo de ciertas inquietudes. ¿Y si en esto también valiera aquello de que no es lo que parece?
A juzgar por ciertos discursos, algunos de ellos muy rentables electoralmente, estamos sometidos a una ola de inmigración masiva. En esto, como en tantas otras cosas, hay pocas cifras y muchos fantasmas. Uno de estos se refiere al coste de la inmigración, es decir, al aumento de los gastos sociales y del desempleo que provoca. Conviene hacer frente a este prejuicio y no hacer descansar toda la argumentación en razones humanitarias. Los argumentos económicos no tienen el prestigio de las razones morales, pero no deberíamos despreciarlos a la hora de establecer nuestros deberes de justicia. Puede que la xenofobia, además de éticamente injustificable sea también económicamente ruinosa.
¿Podemos afirmar que los inmigrantes son los responsables del aumento del desempleo? Las encuestas ponen de manifiesto que la mayoría de la gente así lo cree. Los economistas, por el contrario, están relativamente de acuerdo —algo que ya es raro, por cierto— en lo contrario. La inmigración tiene muy poco impacto sobre la tasa de paro de los nativos. Da la impresión de que el peso de la inmigración en el debate público es inversamente proporcional a su impacto económico, que es relativamente neutro.
La inmigración suele ser pensada como un incremento de la oferta en el mercado de trabajo. De acuerdo con ello, la inmigración debería impulsar a la baja los salarios al aumentar el grado de competencia entre los trabajadores “sustituibles”. Pero este tipo de razonamiento es muy simple y no da cuenta de la complejidad del fenómeno. De entrada, la inmigración actúa sobre la oferta pero también sobre la demanda. Los inmigrantes contribuyen a aumentar la demanda final de bienes y servicios, lo que estimula la actividad económica y, consecuentemente, el empleo. Los inmigrantes están en una relación más bien de complementariedad que de sustitución con los autóctonos (la rivalidad está más bien entre antiguos y nuevos inmigrantes).
Otro prejuicio similar se refiere a la supuesta carga que los inmigrantes representan para las finanzas públicas. Nuestro sistema de protección social es ascendente, es decir, supone una transferencia de los jóvenes a los adultos, mayoritariamente hacia los pensionistas. Los dos ámbitos de la protección social en los que se asiste fundamentalmente a personas mayores —la salud y las pensiones— representan hoy en torno al 80% del gasto social, mientras que los inmigrantes se agrupan en las edades de mayor actividad. El hecho de que los inmigrantes incrementen ciertos gastos sociales se compensa sobradamente con la realidad de que están generalmente en una edad en la que se paga más de lo que se recibe del sistema de redistribución. Hay que recordar que los inmigrantes contribuyen también a la financiación de la protección social a través de sus cotizaciones. En una pura lógica contable podría evaluarse su contribución neta (la diferencia entre las contribuciones y las prestaciones), lo que permitiría interrogarse acerca de los eventuales beneficios de una reducción de la inmigración, tal y como se defiende en ocasiones. Por supuesto que menos inmigración es menos gasto social, pero también y sobre todo menos cotizantes. En cualquier caso, un endurecimiento de la política migratoria no contribuirá a resolver nuestros problemas de déficits presupuestarios.
Por otra parte, si los inmigrantes corren mayores riesgos de aumentar los gastos derivados del seguro de desempleo o los salarios sociales, gastan mucho menos que los nativos en todo aquello que se refiere a la salud y la vejez. En cualquier caso, si lleváramos hasta el extremo la lógica de excluir a quienes más gasto representan para el sistema de protección social, habría que acusar también a los parados, los discapacitados y los enfermos, lo que pondría en cuestión la noción misma de justicia social. Tal vez nos hayamos asomado ya a ese abismo, por el que no deberíamos precipitarnos, aunque solo sea por razones económicas.