Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 21/12/2024 en @LaVanguardia (enlace) (enllaç)
Cosas perdidas
Al terminar el año se acuerda uno de cuanto ha perdido, más que de lo que ha conseguido. Los balances recogen también las ausencias, los fracasos y los olvidos, a quienes hemos perdido y a quienes han perdido algo valioso, las catástrofes naturales y las guerras artificiales. El balance, la retrospectiva y la nostalgia son actitudes universales, que no se llevan a cabo solo en los finales de año, pero tengo la impresión de que nuestra mirada hacia atrás caracteriza particularmente a esta sociedad, que en muchos aspectos ha dejado de mirar hacia el futuro.
Nuestra descripción del mundo actual parece una relación de objetos perdidos. La historia va hacia delante, pero no hablamos más que de lo que hemos echado a perder: reducción de la biodiversidad, el final del orden mundial, daños colaterales, disminución de la confianza, pérdida del control sobre las tecnologías y el mundo en general, decepción de las expectativas, la esperanza y las ilusiones, prácticas o creencias que dejan de tener sentido, conquistas sociales a punto de perderse, disminución de las oportunidades, relaciones que se rompen, deterioro del patrimonio cultural, agotamiento de ciertos recursos naturales. La opinión pública olvida con demasiada rapidez a las víctimas y a los damnificados por una catástrofe, se apacigua la indignación sin haber desaparecido las causas que la originaron.
Incluso cuando surge algo nuevo es porque hace desaparecer a lo anterior, por remplazamiento o abandono. Los saberes nuevos, las tecnologías y los oficios que innovan convierten en algo inútil a lo que se sabía y declaran incompetente a quien lo sabía. Esa es la conocida lógica de «la destrucción creativa» con la que Schumpeter definía la innovación. Los aparatos dejan de funcionar y las tecnologías cuya obsolescencia programada convierte en inútiles a ellas y, de paso, a nosotros, los viejos usuarios, incapaces de manejar las nuevas. Por si fuera poco, además de lo que desaparece, hay registradores de la desaparición que ejercen de enterradores precipitados. Se declaran muertas muchas cosas: los partidos políticos, Dios y la religión, el ser humano, la verdad, el final de la historia, el futuro, aunque alguno de ellos podría asegurar, como Mark Twain, que la noticia de su muerte es un poco exagerada.
Una de las características de nuestro presente es que la enumeración de las pérdidas ha sustituido a la narrativa de un futuro prometedor. El momento actual es melancólico, no faltan las alabanzas del tiempo pasado, hay una sensación generalizada de que algo se acaba. Coinciden en decretar ese final quienes lo desean y quienes lo temen. El populismo en sus diversas variantes solo habla de pérdidas: la nación, la autoridad, la confianza… El debate político actual no gira tanto en torno a la participación de ciertos grupos en el progreso social como acerca de quién pierde y qué perdidas deben tener mayor consideración en la agenda política, quién es víctima y quién no. Nadie desea perder, pero todos parecemos batallar por representar la pérdida más relevante; el prestigio de nuestra causa es el de la mejor causa perdida o a punto de perderse. Cuanto menos capaces somos de inscribir la identidad propia en el marco de una narrativa del progreso, más tentados estamos de definirnos en función de las pérdidas experimentadas o amenazantes, reales o imaginarias.
Todo esto tiene que ver, sin duda con la vieja crisis de la idea de progreso. Una forma peculiar de esta crisis es el final de la creencia en la irreversibilidad de la razón histórica: ninguna conquista está completamente asegurada, hay cosas que tal vez no se hayan perdido todavía pero que podrían perderse. El cambio climático nos ha introducido en una dinámica que parece fuera de control, el sistema de salud se encuentra sobrepasado por el envejecimiento de la población, la difícil sostenibilidad del Estado del bienestar amenaza con dejar sin protección futura a los más vulnerables, nuestros sistemas políticos no parecen capaces de hacer frente a los desafíos que tenemos. Estas dinámicas improseguibles han evidenciado los límites de la expansión de nuestro modo de vida. Aunque nuestra civilización haya podido reducir muchas pérdidas (gracias al desarrollo de la ciencia, la tecnología y el Estado del bienestar), la tematización de lo que no hemos podido salvar acentúa el malestar por lo perdido. Cuando se consiguen determinados avances sociales y se estabilizan, la pérdida de estatus (por ejemplo, de las clases medias, del poder adquisitivo a causa de la inflación, de la paz que se había convertido en algo supuestamente sólido y duradero), resulta más dura de sobrellevar que cuando la carencia de todo ello era lo normal. Quien tiene algo que perder puede sufrir con la pérdida más que quien todavía no ha llegado a la situación de tener algo que perder.
El ideal moderno de una optimización del mundo se ha revelado como causa de muchas pérdidas, que trataba de minusvalorar o que creía compensables en un futuro mejor; hoy somos más conscientes de que el mundo es frágil y de que nuestra tarea fundamental consiste en reparar y proteger, en lo que se refiere al medio ambiente, la salud, la democracia o la seguridad. Son personas, instituciones y sociedades vulnerables aquellas que por determinadas propiedades y características están más amenazadas con perder algo valioso en el futuro. Una sociedad que protege no está en contra de la idea de progreso; más bien ocurre que deja de interpretarlo como un incremento cuantitativo y lo concibe como el fortalecimiento de las estrategias que protegen a las instituciones y a los individuos en su vulnerabilidad.
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