Artículo de opinión de Mikel Mancisidor @MMancisidor1970 el 21 de febrero de 2021 en DEIA (enlace)
Como entiendo yo la libertad de expresión
Salta en la pantalla de mi ordenador publicidad de Amnistía Internacional. La pestaña es doble. La primera columna invita a firmar por la libertad de la abogada iraní Nasrin Sotoudeh, condenada a 38 años de cárcel y 148 latigazos por defender pacíficamente a mujeres que se han negado a usar el velo o hijab. La segunda promociona la libertad de expresión pidiendo la «libertad inmediata» de un hombre condenado varias veces por actos de violencia física contra personas, por amenazas y por reiteradas manifestaciones de enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio.
En el segundo anuncio se lee en grandes letras: rapear no es un delito. Es una frase resultona, lo admito, pero me parece un tanto vacía. Decir que rapear no es un delito es como decir que hablar por la radio o escribir en un periódico no es un delito. Depende de lo que uno diga o cante o grite o escriba, y de cómo lo diga y en qué contexto y con qué frecuencia o intención, podrá o no constituir delito en un estado de derecho. Salvo que queramos cambiar el derecho internacional de los derechos humanos.
Resulta chocante que un hombre violento, machista, prepotente y fanático, de un victimismo patológico, rebosante de profundo odio, que agrede los derechos y las libertades de los demás, consiga ser percibido como símbolo de la libertad de expresión o como víctima de los derechos humanos. Los derechos humanos son un proyecto que se fundamenta en el reconocimiento de que «todos los seres humanos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y debemos comportarnos fraternalmente los unos con los otros» (artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Esa persona del anuncio no respeta la dignidad de los demás ni se comporta fraternalmente con ellos cuando les agrede o les desea la muerte.
El derecho a la libertad de expresión no es, ni en la Declaración Universal ni en los tratados de derechos humanos que la desarrollan, un absoluto. Este derecho no da carta blanca ni otorga una patente de corso para poder ofender, agredir o poner en riesgo la dignidad, el honor o la seguridad de los demás.
La Declaración Universal fue acordada en 1948 por personas que sabían lo que era luchar de verdad contra el fascismo y contra los totalitarismos. En ese texto, en que destilaron lo mejor de su legado, establecieron de forma muy clara que en el ejercicio de los derechos humanos estamos sujetos «a las limitaciones establecidas por la ley con el fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática» y que «nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho a una persona para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades» de otros. No me parece que las actuaciones violentas, agresivas y amenazadoras se puedan entender como legitimadas por la Declaración Universal.
Los posteriores tratados de derechos humanos de la ONU indican que el derecho a la libertad de expresión «entraña deberes y responsabilidades especiales (y que) por consiguiente puede estar sujeto a ciertas restricciones». Incluida, entre otras, la de «asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás». Los derechos humanos son un exigente proyecto que incluye límites, deberes y responsabilidades.
Ese señor no sufre, a mi juicio, persecución por el legítimo ejercicio de su derecho humano a la libertad de expresión sino que responde ante las autoridades por agredir los derechos y las libertades de los demás. Para frenar ese tipo de conductas está la justicia en un estado de derecho.