Artículo de opinión de Cristina Monge @tinamonge publicado el 23/07/2020 en El País (enlace)
Tras cuatro días con la respiración contenida, en la madrugada del martes vio la luz el
gran acuerdo europeo. Un salto histórico que, como los anteriores, arroja luces y
sombras, matices y curvas en esa sinuosa carretera por la que discurre la construcción
de la UE. Estados demandantes frente a reticentes, mutualización de la deuda a
cambio de mayor intergubernamentalidad, pero como telón de fondo, las lecciones
aprendidas de las políticas de austeridad aplicadas tras la Gran Recesión que tanto
sufrimiento causaron. Probablemente sea este último, a largo plazo, el elemento más
trascendente de todos los que componen el acuerdo.
A España le corresponderán del orden de 140.000 millones de euros, –
aproximadamente el 11% de nuestro PIB- en seis años. En qué y cómo se inviertan
determinará el futuro de las generaciones actuales y las venideras.
Existe un enorme riesgo al que tendrán que hacer frente quienes decidan la utilización
de estos fondos y que puede ensombrecer tanto el “qué” como el “cómo”; es decir, a
qué se destinan los fondos y cómo se toma tal decisión. Ese riesgo de primera
magnitud no es otro que la inercia, una poderosa fuerza que lleva a mantener las cosas
como están porque siempre han sido así o porque no se alcanza a imaginarlas de otra
manera. Si se impone, los fondos comunitarios servirán para echar una mano a
sectores económicos que lo están pasando mal sin plantear a la par las reformas
necesarias para garantizar que se conviertan en actividades de futuro. Serán ayudas
bienvenidas porque no exigirán nada a cambio, no supondrán esfuerzos adicionales de
mejora, de innovación ni de mayores exigencias sociales, ambientales o de excelencia
en la gestión, pero serán un posible pan para hoy y un hambre garantizado para
mañana.
La inercia puede operar también sobre el procedimiento para decidir el destino de
esos fondos. En este caso, además, con de malos compañeros de viaje como son la
prisa, la rigidez administrativa, o un concepto estrecho de la idea de gobierno muy
alejado de la famosa gobernanza. Si se apoderara del proceso, las decisiones se
tomarían desde una única perspectiva, contando con los actores tradicionales de cada
sector, y dejando poco margen para la innovación. El sistema quedaría así sometido al
vaivén de la habitual disputa política, y limitado a un mero acuerdo de gobierno, muy
lejos del gran pacto de país que se necesita.
Si algo de esto ocurriera, se estaría desaprovechando una ocasión de oro de construir
un país resiliente preparado para encarar el futuro. Se olvidarían las transiciones
pendientes e ineludibles –la ecológica, la tecnológica, pero también la educativa, social
y por supuesto fiscal-. Y se acabaría obviando y excluyendo todo un rico capital social e
intelectual que hoy mira con esperanza esta oportunidad. Si se quieren desperdiciar
140.000 millones de euros y una oportunidad histórica, lo mejor será hacer caso a la
inercia. Lo contrario es la innovación y la transformación, palabras claves del acuerdo.