Artículo de opinión de Juanjo Álvarez publicado en Diario Vasco (3/09/2017 enlace)
(Imagen cortesía de pixabay.com)
El factor identitario que ha emergido tras varios de los debates estivales (desde el del turismo hasta el vinculado a las reacciones políticas y sociales manifestadas tras los atentados de Barcelona y Cambrils, y por último la previsión acerca de la nacionalidad catalana en la proposición de ley de transitoriedad) invita a reflexionar sobre los conceptos de ciudadanía y de nacionalidad. En la política española cuando estos conceptos se proyectan sobre realidades sociopolíticas como la vasca o la catalana ambos se acaban utilizando más como factor de tribalización, de enfrentamiento o de reflejo de pertenencias nacionales enfrentadas que como instrumentos para una sana convivencia.
Frente a esta tendencia, en muchos sectores académicos e intelectuales europeos se cuestiona y debate la idea de ciudadanía unida a la de nacionalidad por ser considerada una herencia ya superada del modelo liberal y decimonónico de Estado, hoy día obsoleto e inviable. El filósofo alemán J.Habermas pertenece a esa corriente de pensadores que propugna desconectar la noción de ciudadanía de la nacionalidad y contrapone a tal binomio el de “ciudadanía e identidad nacional».
¿De qué manera deberíamos sentir y ahormar nuestras identidades y nuestras identificaciones para que no se resienta la convivencia plural en la sociedad vasca? Fundamentalmente, con conciencia de que nuestros sentimientos de pertenencia son valores a preservar revestidos de un carácter no absoluto. La identidad debe ser plenamente compatible con el valor del encuentro y, al mismo tiempo, impedir la absolutización de lo colectivo, ya que los derechos de las naciones no se construyen contra los derechos de las personas.
El lema europeo, tan precioso como utópico (necesitamos perseguir utopías para alcanzar nuestros sueños), afirma estar “unidos en la diversidad” y es perfectamente extrapolable a nuestra Euskadi del siglo XXI.
Debemos construir un modelo de ciudadanía y de relación con otras realidades nacionales y culturales congruente y respetuoso con los derechos humanos, que nos permita transigir, convivir y dialogar con las minorías culturales internas y con las diversas concepciones del» ser» y del «sentir» vasco. La uniformidad cultural, la armonización y la homogeneización forzada debilitan toda construcción nacional.
En un contexto europeo y mundial de soberanías fragmentadas y compartidas es necesario proponer un nuevo modelo político de relación que potencia y posibilite identidades duales, que no niegue el reconocimiento de un sentimiento de pertenencia complejo, que acepte la libertad y la diversidad nacional.
Hoy día, pese a una potente e interesada orientación mediática que pretende potenciar otro discurso, el nacionalismo españolista se muestra mucho más excluyente y sectario que identidades como la vasca o la catalana. Huyamos de ese modelo y construyamos el nuestro, ni frente a nadie ni contra nadie. Inclusivo, abierto, democrático.
Hay que construir un concepto de ciudadanía cívica en Euskadi que desborde la dimensión estatal, por un lado, y que no esté, por otro, basada en criterios étnicos (el anti ejemplo de todo ello fue la creación de un Estado Kosovar fallido, anclado en la división entre comunidades). El concepto de ciudadanía vasca ha de basarse en una interculturalidad o diversidad cultural anclada en el diálogo, que permita combinar la unidad en la diversidad y que evite la asimilación y la homogeneización forzada.
La convivencia en la sociedad vasca requiere que logremos formular y compartir una identidad vasca capaz de integrar la pluralidad de sentimientos de pertenencia e identificaciones que coexisten en esta sociedad compleja y que sintamos y compartamos esa identidad plural sin que nadie tenga que renunciar a sus elementos identificadores.
La identidad de las naciones es más fuerte cuanto más apueste por ser abierta, integradora y respetuosa con sus diferencias interiores. Una nación cívica debe basar su fuerza en una concepción inclusiva de la identidad, como sociedad de ciudadanos, que valora su pluralismo interno y su complejidad social.
Ése es el camino a recorrer entre todos. Y la conclusión a todo este debate debe tener un sólido anclaje ético, basado en el principio de que el conflicto de identidades y el de la violencia han sido, son y serán siempre dos cosas distintas: el terrorismo nunca representó una consecuencia natural de un conflicto político sino su perversión. La ansiada y por fin materializada desaparición de la violencia no merece ni venganzas ni recompensas; lo que debe permitir es fomentar y facilitar un diálogo abierto para proceder, en su caso, a la correspondiente transformación del autogobierno o de su estatus.
El punto de partida y que permitiría alcanzar consensos de mínimos sería el reconocimiento de una auténtica democracia plurinacional, como fórmula que garantiza un punto de encuentro en el que convivir, pese a los diferentes sentimientos nacionales y los distintos conceptos de soberanía que coexisten.
El reconocimiento de la plurinacionalidad es clave para que el sistema de distribución territorial del poder político en España deje de ser como un corcho que flota, no se hunde, pero carece de rumbo y mantiene enquistados y sin solución viejos problemas derivados de la ausencia de un encaje, de una acomodación política a realidades nacionales como la vasca o la catalana.