Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado el 30/09/2018 en Deia (enlace) y Noticias de Gipuzkoa (enlace)
Las imágenes de la gratuita, innecesaria y lamentable violencia ejercida en las calles catalanas siguen despertando sensaciones de impotencia, de enfado, de tensión, de injusticia, de desproporción, de abuso, de exceso, de malestar. Una batalla dialéctica la pierde quien ejerce la violencia física. Mostrar solidaridad y empatía con Cataluña no tiene por qué suponer la aceptación acrítica de los postulados políticos que defienden unos y otros. Apoyar que la solución pase por la consulta pactada a la ciudadanía como la forma de resolver democráticamente un problema político no es incompatible con afirmar que la invocación del principio democrático ni ampara ni da cobertura de forma ilimitada a todas las decisiones adoptadas en su momento por los rectores de la política catalana.
Puigdemont, que aporta carisma pero que no lidera realmente el proceso, deberá algún día explicar al pueblo catalán el por qué sus constantes vaivenes, indecisiones y contradicciones en todo el proceso hasta el 27 de octubre. ¿Hay alguien capaz de poner el contador a cero?; ¿quién puede aportar algo de cordura en este contexto de creciente matonismo dialéctico que ensancha la distancia entre España y Cataluña y aviva el enfrentamiento?; ¿puede aparecer algún destello de sensatez que se interponga entre la efervescencia épica de unos (Puigdemont) y la prepotencia y arrogancia política inmovilista de otros (Pablo Casado y Rivera)?
Todo movimiento del gobierno Sánchez (y su propio mantenimiento en el poder) es un paso en la buena dirección. Lo saben (y lo tratan de bloquear bajo histriónicos argumentos patrióticos) tanto los dirigentes del PP como los de Ciudadanos. La distensión es el gran enemigo de la derecha. El intento de rebajar la tensión necesita de gestos recíprocos. Y en la otra orilla, cabe preguntarse en qué posición está ahora el expresident Puigdemont y Quim Torra.
Hay una dinámica clara, prueba de que los extremos se acercan: aunque suene políticamente incorrecto, la ecuación es exacta, y se traduce en que a más ERC frente a “Waterloo” (término que engloba la posición política frentista que representa la huida hacia adelante de Puigdemont, convertido en guardián del patriotismo de las demás fuerzas soberanistas, incluyendo a quienes sufren injusta prisión y no pueden, además, tener el mismo protagonismo al no poder ejercer acción política a pie de calle) menos pujanza política de Ciudadanos y de PP. Y a más “Waterloo”, más fortaleza y protagonismo adquieren Ciudadanos y PP.
Puigdemont juega a tensar la cuerda, elimina sin rubor alguno y uno tras otros a todo compañero de viaje que a su juicio «flojee» en su estrategia de escalada de tensión y exige a Sánchez un acuerdo sobre unas bases que son inmaterializables, pero lo emplea a sabiendas y como herramienta para lograr obtener ventaja política en perjuicio de ERC. Lo que subyace es el interés de Puigdemont por ser hegemónico en el campo soberanista, consciente (pero parece darle igual) de que ello plantea un serio problema de división entre los propios catalanes, de legalidad y de confrontación con el Estado.
Quizás alguien esté pensando en que un escenario posible (y deseable) es una Euskadi catalanizada, pensando que para el Estado español las cosas se pueden complicar muchísimo (en beneficio de quien así piensa) si en vez de un problema tienen dos. Se equivoca, claro, pero es lo que pasa cuando se alimenta la idea de que el paraíso está, efectivamente, a la vuelta de la esquina y no hay otros problemas que resolver.
Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia.
Negociar supone además, y al margen del resultado final, un acto de respeto. Implica, además, asumir que nada en la vida debería ser unilateral. Por eso la concordia, desde los principios de la historia, sólo es posible cuando las partes aceptan convivir bajo acuerdos con los que todos los involucrados tienen un nivel, -aunque sea mínimo- de aceptación. Nadie ostenta la verdad ni la razón absoluta. Tenemos que hacer un gran esfuerzo para que la concordia y el sentido común vuelvan a presidir el ejercicio de la política.
Esto vale especialmente para una sociedad como la catalana que se caracteriza por una fuerte personalidad y, al mismo tiempo, por un intenso pluralismo interno en cuanto a sensibilidades políticas, territorialidad e identificaciones. El respeto a la voluntad de la ciudadanía podría convertirse en una fórmula útil para orientar las decisiones políticas que necesita Cataluña.
¿Ha habido realmente movimientos políticos que hayan intentado encauzar una solución dialogada a este problema, ahora jurídico, pero de origen y base política?. Si verdaderamente se lograra un gran apoyo social a la reivindicación de independencia, si eso es lo que realmente deseara una gran mayoría social clara en Cataluña no habrá norma jurídica que impida la materialización o conclusión fáctica del proceso de independencia. Aquí radica el verdadero reto, en lograr ese gran apoyo social que consolide el proyecto independentista.
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