Artículo publicado en EL PAÍS, el 16/03/2015
Durante la gira europea del actual ministro griego de economía, este y su colega germano dieron una rueda de prensa que certificaba las dificultades actuales de los europeos a la hora de pensarse como un sujeto más allá del propio electorado, lo que probablemente exprese muy bien dónde reside actualmente la gran dificultad del proyecto europeo. En aquella rueda de prensa Yanis Varoufakis aludió a los compromisos que el nuevo gobierno griego había adquirido con su electorado, mientras que Wolfgang Schäuble le recordó que él también tenía compromisos con su propio electorado y que, en cualquier caso, no tiene sentido adquirir compromisos a costa de terceros. Uno y otro se piensan a sí mismos desde un horizonte de autodeterminación que no incluye a otros y este es precisamente el problema, un problema que solo resolveremos cuando seamos capaces de reconstruir la idea de autodeterminación democrática en el actual horizonte de complejidad, especialmente en un espacio de interdependencias tan densas como la Unión Europea.
Los conceptos tradicionales de soberanía y autogobierno presuponían un concepto homogéneo de pueblo y una idea cerrada de espacio político. Pero estos conceptos deben ser pensados de otra manera cuando los efectos extraterritoriales de las políticas llevadas a cabo por los estados comprometen la capacidad de autogobierno de unos y otros. Los estados han de pasar de una responsabilidad contractual respecto de sus ciudadanos a una soberanía que les compromete hacia el exterior en relación con determinados bienes comunes.
Bajo condiciones de interdependencia no hay justicia nacional sin algún género de justicia transnacional, ni democracia sin una cierta inclusión de los no electores. El principio republicano de la no dominación solo puede ser respetado si se refiere también a quienes, no formando parte del demos nacional, son afectados por nuestras decisiones.
Autodeterminación significa hoy, bajo las actuales condiciones, aceptar los efectos que tienen sobre nosotros las decisiones de otros estados nacionales en la medida en que hemos tenido la oportunidad de hacer que nuestros intereses fueran oídos en “sus” procesos de decisión e, inversamente, estar dispuestos a convertir a otras ciudadanías en sujeto de nuestras decisiones.
Si queremos hacer efectivo el principio de autogobierno democrático no tenemos más remedio que avanzar hacia una nueva congruencia posterritorial entre los autores de las decisiones y sus destinatarios. Los actuales debates en torno al futuro de la Unión Europea deben ser considerados a la luz de estas circunstancias. Puede que entonces descubramos hasta qué punto la UE está llamada a desempeñar un papel esencial en la gestión de los riesgos que implican las interacciones entre los diversos territorios, posibilitando un cierto control colectivo sobre las externalidades.
Una sociedad no está suficientemenete autodeterminada cuando sólo está nacionalmemente autodeterminada. Cuanto más determinada está la vida de los ciudadanos por las interdependencias, tantos menos están limitadas sus exigencias de autodeterminación al ámbito del estado nacional. El carácter abierto de las democracias sería traicionado si la comunidad deliberativa fuera siempre coextensiva con el demos de los procedimientos formales del decisión-making, con la ciudadanía nacional o el propio electorado.
Esto es así hasta el punto de que podemos hablar sin exageración de un déficit de legitimidad democrática cuando una sociedad no puede intervenir en decisiones de otros que le condicionan, pero también cuando impide a esos otros intervenir en las decisiones propias que les condicionan. En cualquier caso, este principio de autodeterminación transnacional no podrá ser efectivo sin una gran innovación institucional, lo que seguirá suscitando resistencias e incluso la declaración de imposibilidad por quienes mantienen el marco nacional como la única referencia normativa, ya sea por interés o por simple conservadurismos conceptual.
El núcleo normativo de la democracia representativa consiste en que los representantes tienen obligación de rendir cuentas frente a quienes representan —y solo frente a ellos— porque se suponía que no había efectos dignos de consideración hacia “fuera”, que no pudieran ser amparados por la razón de estado o infravalorados como neutra externalidad. A medida que aumenta la interacción entre los estados y sus deberes mutuos, se va ampliando la esfera de aquellos ante los cuales han de justificarse las propias decisiones políticas en la medida en que les afectan de una manera significativa.
La democracia implica una cierta identidad de los que deciden y los que son afectados por esas decisiones. Respetar este criterio significa que son inaceptables los efectos de las decisiones de otras naciones si no hemos tenido la oportunidad de hacer valer nuestros asuntos en “su” proceso de decisión y si no hemos estado dispuestos, recíprocamente, a tomar en consideración a otras ciudadanías en nuestras decisiones. Todos estamos obligados redefinir los propios intereses incluyendo en ellos de alguna manera los de nuestros vecinos, especialmente cuando nos vincula con ellos no sólo la cercanía física o la interdependencia general, sino la comunidad institucional, como es el caso de la Unión Europea. Precisamente el fracaso de la Unión a la hora de solucionar la actual crisis económica se debe al desfase entre los instrumentos políticos y la naturaleza de los problemas, a que los estados han sido incapaces de internalizar las consecuencias de la interdependencia, continúan imponiéndose externalidades unos a otros y son incapaces de regular las formas transnacionales de poder que se escapan de su control.
La justificación que deben los representantes no se resuelve únicamente en el seno de la base electoral, no puede detenerse en sus intereses inmediatos, sino que apunta hacia una obligación general de justificación que incluya a los afectados por sus decisiones y a sus consecuencias.
A medida que aumentan las interdependencias la autodeterminación se convierte en algo más complejo, tanto en el espacio como en el tiempo. Hacer más democrático el autogobierno equivale hoy a hacerlo más complejo de manera que pueda incluir intereses de lugares lejanos y tiempos distantes con los que mantenemos relaciones de condicionamiento y, por lo tanto, ciertos deberes de justicia. La autodeterminación sigue siendo un principio básico y sin él sería inconcebible la democracia; el problema es que en un mundo de solapamientos y condicionamientos requiere ser pensada con mayor sutileza que cuando los sujetos de tales derechos (pueblos, generaciones, culturas) eran unidades más o menos delimitables y podían ejercer su soberanía de manera aislada.
Podríamos sintetizar esta digresión teórica en una advertencia: cuidado con el propio electorado porque, efectivamente, es la única instancia de rendición de cuentas democrática pero no es el único horizonte que define nuestros deberes humanos.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática
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