Artículo de opinión de Ander Errasti publicado en Noticias de Gipuzkoa, 27/10/2017 (enlace)
(Imagen cortesía de Noticias de Gipuzkoa)
En situaciones de tensionamiento político es imprescindible disponer de referentes adecuados. En todos los casos de conflictos violentos en el siglo XX, la actitud de las voces que moldean la esfera pública ha sido determinante. No los citaré para evitar paralelismos improcedentes, pero una rápida búsqueda da cuenta de lo que sostengo. Esto no significa que sea el único factor, claro. Como en cualquier realidad en la que participa el ser humano, la complejidad pasa por la incidencia de múltiples factores. Pensar que las voces que moldean la esfera pública son las únicas responsables de la deriva de un conflicto político sería simplificar el diagnóstico. Implicaría ignorar el papel de, por ejemplo, la capacidad de negociación de los dirigentes, la habilidad de plantear estrategias a largo plazo, los incentivos de cada una de las partes en conflicto o su posición de fuerza más o menos coyuntural. Todos ellos son no sólo factores igualmente determinantes, sino que además se alimentan unos a otros. Por no mencionar la existencia de factores que escapan al control de los propios actores en conflicto, sean estos voluntarios (la intervención, directa o indirecta, de un tercero) o azarosos (una catástrofe natural). Sin embargo, todo ello no quita para que las voces que moldean el debate público sean relevantes, determinantes incluso, a la hora de condicionar el devenir de un conflicto. Motivo por el que resulta imprescindible no tomárselo a la ligera.
Tradicionalmente esas voces se expresaban, especialmente, a través de los medios de comunicación. Hoy en día habría que sumar el inevitable impacto, por más volátiles e incluso histriónicas o agitadas que puedan ser, de las redes sociales. Todas estas voces, en sus múltiples expresiones y canales, resultan determinantes. No en vano, acostumbran a delimitar dos cuestiones centrales: los parámetros o términos de la discusión y el abanico de las opciones posibles. Es en estos parámetros en los que la templanza deba ser lo que guíe al analista político, incluso al ciudadano anónimo que eventualmente se preste a ello. En lo que respecta al primer punto, la templanza se refiere, por ejemplo, a que los términos de la discusión pueden ser más o menos agresivos, más o menos rigurosos, más o menos hirientes, más o menos constructivos, o más o menos empáticos. Cuando se habla, por ejemplo, de feminizar la política (en este caso el análisis político) una de las cuestiones a las que ese apela sería precisamente esta: no plantear los debates en términos de batalla sino de contraste, no buscar reforzar la postura de uno sino tratar de entender la del otro, no confundir los planteamientos con la persona que expone los planteamientos, tener en cuenta el impacto que nuestras formas puedan tener en nuestro interlocutor y no únicamente la que tendría en nosotros o no tomar la parte por el todo sabiendo reconocer los inevitables matices. En definitiva, a evitar que el debate contribuya a hacer más amplia la distancia entre las partes, múltiples y heterogéneas, en conflicto.
El segundo elemento sería el de la definición del abanico de opciones posibles para la resolución del conflicto. Por explicarlo gráficamente (la hipérbole es únicamente un recurso para ilustrar claramente la idea): pongamos que dos personas discuten sobre la propiedad de una parcela agrícola en disputa. En esa disputa los analistas debaten sobre las posiciones de cada parte en términos de propiedad de la parcela, la legitimidad de cada uno para reivindicarla, las bondades o defectos del uso que cada parte le quiera dar o los intereses que pueda haber en juego. Sin embargo, en un momento dado, un analista podría decir “Bueno, no descartemos que la parte A pueda acabar recurriendo a la violencia, como contempla el tratado de resolución agrícola de conflictos en parcelas en disputa, para hacer efectiva su reclamación”. A partir de ese momento, ese factor hasta entonces inexistente pasa a ser un elemento más del debate. Es decir, el marco del debate se ve condicionado por una opción que hasta ese momento ni se había contemplado ni, muy probablemente, era conocida por la opinión pública. Es más, en función de la sonoridad o explosividad retórica del nuevo factor, es posible que pase a ser el eje central del debate, desplazando los términos que hasta la fecha lo definían. En este punto, así como antes he reivindicado la feminización del debate, cabe reivindicar tres principios: responsabilidad, creatividad y buena fe. Responsabilidad como conciencia del impacto que nuestras palabras tienen en el devenir del conflicto. Creatividad para, no perdiendo de vista el principio de realidad, buscar fórmulas originales que sean compatibles con esa realidad. Y buena fe para no llevar el debate a unos términos que puedan agravar el conflicto.
Ninguno de estos factores implica abandonar los principios que puedan definir nuestro posicionamiento a la hora de analizar un conflicto político. Esta forma de aproximarse al conflicto únicamente ha de marcar la templanza desde la que lo analizamos, lo que no implica mantenerse impasible ante la evolución de los hechos. Es decir, si en el caso de la parcela en disputa, independientemente de quién o qué haya llevado a ese escenario, una de las partes termina recurriendo a la violencia, tocará posicionarse con base en los principios de cada cual e incluso actuar, si así se considera. Sin embargo, por más que nos podamos posicionar, ello no ha de estar reñido con que esta templanza continúe marcando nuestra aproximación al conflicto. Porque, de lo contrario, más allá de generar un impacto negativo sobre el propio conflicto (y vuelvo a remitirme a todos los conflictos pasados de infausto desenlace), perderemos lo más importante en el proceso de resolución de un conflicto: la credibilidad. La credibilidad no se gana, o no sólo, por tener razón. La credibilidad también se gana por cómo se demuestren las posiciones de cada cual, aquellas que llevan a quienes escuchan o leen a concederte la razón.
El desarrollo de los acontecimientos en una situación de conflicto, más cuando puedan afectar a uno personalmente, dificulta mantener esta disposición. Sin embargo, es más necesario que nunca. Porque, en definitiva, lo que todas queremos es que el conflicto se resuelva y se resuelva de forma ordenada. Los hechos serán los que sean, y los valoraremos de acuerdo con nuestros principios. Incluso reaccionaremos ante ellos, en nuestra condición de ciudadanas, como consideremos más oportuno, con los compromisos firmes y dudas que creamos conveniente. Pero sin nunca perder la templanza, porque está en juego nuestra credibilidad. Y es más necesaria que nunca, especialmente cuando creamos que toca posicionarse.