Gobernar los riesgos globales
La revista británica The Economist se define a sí misma de la siguiente manera: “está revista se publica desde el año 1843 para participar en el duro combate entre la inteligencia, que impulsa siempre hacia delante, y una fútil y miedosa ignorancia, que impide nuestro progreso”. Esta declaración liberal, con su toque épico, tiene actualmente un carácter anacrónico. Hoy, salvo estas excepciones heroicas, podríamos decir que la precaución ha sustituido al proyecto y tenemos una relación más bien profiláctica con el futuro.
Para quien ha crecido en los miedos de los años 70 y 80 del siglo XX (límites del crecimiento, amenaza nuclear, crisis ecológica, escasez de recursos… ), la palabra “progreso” suena de una manera frívola. Ahora, en plena tormenta de la crisis, utilizar el lenguaje del management que ensalza la cultura del riesgo y la disposición al fracaso parece una provocación. En general, ser progresista hoy no tiene nada que ver con el progreso, sino más bien con la precaución frente a la ciencia y la técnica. Desde entonces se ha convertido en algo corriente citar aquella frase de Benjamin contra Marx de que lo revolucionario es echar mano del freno de urgencia de la historia. Y actualmente, tras las crisis financieras y la cuestión del cambio climático, este carácter intempestivo de la idea de progreso no ha hecho más que incrementarse.
El vacío ideológico que surgió tras desfondarse la conciencia ingenua en el progreso se ha llenado con la sospecha de peligrosidad en torno a las innovaciones técnicas y científicas. La novedad y el progreso comparecen ante nosotros bajo el concepto de riesgo. Lo que comenzó como un escepticismo de vanguardia, se ha convertido hoy en un lugar común. De la política se espera, en el mejor de los casos, la posibilidad de conjurar las amenazas que se presentan sobre el porvenir. No es extraño que el tema de la sostenibilidad haya tenido tanto eco, ni que se haya formulado y aplicado con tanta intensidad el principio de precaución.
Teniendo en cuenta la gravedad de los riesgos a los que nos enfrentamos, el miedo no es del todo infundado. Hay quien llama la atención sobre las alarmas excesivas y la aversión al riesgo, como una paranoia de los países acomodados. Por supuesto que la histeria es un modo poco razonable de enfrentarse a los riesgos, pero no dice nada contra su existencia; los riesgos siguen siendo un motivo de preocupación incluso aunque nuestra manera de afrontarlos pueda ser exagerada o ridícula. Lo que necesitamos es una reflexión en profundidad acerca de los límites de la precaución.
Pongamos algún ejemplo cercano. Es probable que el invierno 2009-2010 pase a la historia como el tiempo de las alarmas, entre las que podríamos destacar la gripe A y la prevención frente a ciertos fenómenos meteorológicos potencialmente catastróficos. No se si fue la mala conciencia por no haber anticipado la crisis económica, pero el caso es que los gobiernos se sobrepasaron en las alarmas en torno a los posibles contagios o los vendavales, cuya mera denominación (“ciclogénesis explosiva”, “tormenta perfecta”) tenía tintes admonitorios. Los gobiernos prefieren advertir que cargar luego con la acusación de no haber previsto lo peor. Esta actitud parece muy aconsejable, pero tiene también algunos inconvenientes incluso en el caso de que las cosas no hayan ido tan mal como nos las hicieron temer. Y es que no se puede atender igualmente a todos los riesgos; toda conducta preventiva tiene algún coste, aunque sólo sea porque cuesta dinero o porque la precaución es inevitablemente selectiva y subrayar un riesgo implica desatender otro. Nadie pide responsabilidades por el miedo inducido, los costes del miedo, el dinero malgastado o la atención perdida hacia otras cosas importantes. El exceso de alarmas es menos grave que su defecto, pero tampoco es lo mejor.
La lecciones que hemos de extraer de las alarmas excesivas es que los programas para excluir absolutamente el riesgo generan efectos contraproductivos. El proyecto de eliminar completamente el miedo a través de una prevención total es un absurdo porque los miedos forman parte de la condición humana, de su carácter abierto y de la correspondiente indeterminación de las democracias liberales (Sunstein 2005). Las prevenciones suelen implicar alguna prohibición y estas, en una sociedad abierta, deben ser establecidas —ahora sí— con la mayor prevención. Un bloqueo generalizado de la innovación sería algo muy arriesgado. Porque ¿de dónde obtiene la sociedad las innovaciones necesarias para luchar contra el hambre, la enfermedad, la pobreza o las catástrofes? La relativa irresponsabilidad de la ciencia es el fundamento de su éxito y nadie tiene el monopolio del discernimiento para distinguir en el momento presente los malos riesgos de las buenas innovaciones.
La prevención tiene sus costes y ocurre con frecuencia que donde se quita un miedo se genera otro. Un ejemplo reciente lo tenemos en el cambio de la OMS en la definición de pandemia, que ha permitido introducir medicinas y vacunas por vía de urgencia, es decir, con menos garantías y mayores riesgos. Podríamos mencionar también el peligro de la reververación de los miedos y sus contagios o las consecuencias perversas de legislaciones exageradas e innecesarias. También la prevención tiene sus riesgos, sobre todo cuando es redundante (Wildavsky 1988). Todo esto ha de ser considerado además en una perspectiva temporal: muchos modelos y métodos que ayer eran reconocidos con buena conciencia como anticipaciones fiables aparecen hoy como ejercicios de frivolidad irresponsable.
No creo arriesgar demasiado si aseguro que nuestras principales discusiones futuras van a girar en torno a esta cuestión de cómo valoramos los riesgos y qué conductas recomendamos en consecuencia. La confrontación política gira actualmente en torno a las probabilidades de peligro y la agenda de los riesgos. La política es más una competición en torno a los peligros que acerca de las oportunidades. Los actores políticos se asemejan en que se dedican igualmente a advertir la inminencia de determinados peligros y se ofrecen a salvarnos del desastre; se distinguen únicamente en qué consideran lo más peligroso, la pérdida de la identidad o la desprotección social, los riesgos vinculados a la inseguridad o los que proceden del posible abuso de los vigilantes. Pero apenas se compite por imaginarios de lo que sería deseable, sustituidos por el temor del mal posible. La rivalidad de las amenazas parece haber remplazado a la rivalidad entre los proyectos. Los agentes políticos tienes menos ideología que recursos de alarma.
Dichas controversias están alimentadas por el hecho de que la percepción del riesgo tenga un fuerte factor de percepción subjetiva. Ulrich Beck aventura que esta contraposición se extendería a escala planetaria generando una “guerra de religiones del riesgo” (2006). El hecho de que en unas culturas se tema lo que en otras se considera normal tiene una dimensión geopolítica inédita debido a que la irrupción de países como China o India en la primera escena mundial supone la entrada de culturas del riesgo muy diferentes a las que estamos acostumbrados. Las diversas culturas del riesgo tienden a ver una oportunidad en cada peligro, en relación con cuya comparecencia se apuesta en términos de verosimilitud. Cada vez va a ser menos “normal” aquella asunción de riesgos que habíamos considerado como normal.
Este debate se ha agudizado tras irrumpir la cuestión de los riesgos globales en las agendas políticas. El cambio climático, las nuevas amenazas a la seguridad, los riesgos sanitarios y alimentarios, las crisis financieras plantean, de entrada, un desafío a nuestra conceptualización de esos futuros inciertos. ¿Cómo podemos conocer el riesgo posible? ¿Cómo actuar en relación con los riesgos, que no son hechos comprobables sino posibilidades latentes de controvertida identificación? ¿Cómo tener en cuenta lo improbable? Todo futuro incierto nos sitúa ante dilemas de especial dificultad: qué precaución es razonable, de qué manera podemos anticipar las cadenas causales catastróficas, qué tipo de acción concertada corresponde al tratamiento global de nuestros problemas, cómo gestionamos nuestra inevitable ignorancia acerca de los acontecimientos futuros…
De entrada es necesario entender bien la naturaleza de esos riesgos si se pretende gestionar adecuadamente la incertidumbre que implican. Los riesgos, especialmente los riesgos globales, se escapan del cálculo según criterios científicos, por lo que la fe en su realidad o irrealidad se convierte en un asunto decisivo. Lo que no tiene ningún sentido es contraponer “las opiniones poco informadas” de la gente sobre supuestos riesgos frente a la visión racional que los expertos tienen de los riesgos reales. Con demasiada frecuencia el racionalismo de los expertos, con sus cálculos de verosimilitud, se equivoca tanto como cuando los alarmistas elevan al miedo a la categoría de supremo órgano de conocimiento. El alarmismo populista es tan sospechoso como la frivolidad tecnocrática.
Nos hacen falta acuerdos en torno a los riesgos aceptables. En muchas decisiones que tienen que ver con los riesgos no se trata de elegir entre alternativas seguras y arriesgadas, sino entre alternativas siempre arriesgadas. Como acabo de señalar, toda medida preventiva implica riesgos, tanto por lo que hace como por lo que deja de hacer. El miedo es una señal y con respecto a las señales no es razonable ni desentenderse ni multiplicarlas. Hasta ahora no hemos conseguido articular un concepto y una estrategia de lo que debería ser un equilibrio razonable entre el riesgo y la seguridad, de lo que tenemos una idea arcaica. Da la impresión de que no hemos entendido ni lo uno ni lo otro: hasta qué punto el riesgo está en la entraña de nuestras sociedades, qué inservible es un concepto de seguridad formulado en otras épocas. Por eso nuestros sentimientos en torno al miedo se vuelven especialmente vulnerables. El trato con el futuro incierto, en lo que éste tiene de peligroso, es una de las conductas más difíciles de aprender: muchas veces somos temerosos cuando no hay motivo suficiente y en otras temerarios más allá de lo razonable.
Para autores clásicos de la sociología como Parsons o Durkheim la incertidumbre tenía una resonancia negativa, como irregularidades que deben ser reconducidas hacia la seguridad. Actualmente se va abriendo paso otra concepción que entiende la incertidumbre como algo que genera esa flexibilidad y capacidad de aprendizaje que resulta esencial para una sociedad de la innovación. Es una ilusión pensar que las incertidumbres o las inseguridades pueden ser completamente conocidas y calculadas. Dada la complejidad de los sistemas sociales tenemos más bien grandes problemas a la hora de identificar y reducir las inseguridades. Por eso nos hace falta una nueva cultura de la inseguridad como especia de “tercera vía” entre la adversión al riesgo y la temeridad que explore la posibilidad de recuperar un equivalente funcional de aquella seguridad completa bajo la forma de construcción de la confianza, la regulación y la cooperación.
Tratándose de sociedades complejas, donde todo está estrechamente interrelacionado, la gran cuestión es cómo podemos protegernos de nuestra propia irracionalidad. Los encadenamientos catastróficos frente a los que nos hemos de proteger resultan de nuestra irresponsabilidad por temer demasiado o demasiado poco. En la crisis económica, por ejemplo, quienes gestionaban las innovaciones financieras tenían menos miedo del que debieran; ahora, la desconfianza de los agentes económicos se explica porque temen tal vez demasiado. Hablando en términos generales, seguramente deberemos generalizar una regulación ex ante, que permita prevenir lo que no es posible sanar, anticipar más bien que reaccionar, impedir y no tanto corregir. Y, dado que los miedos no se pueden eliminar completamente, necesitamos nuevas estrategias para gobernarlos. Para eso están las instituciones y esa es una de las funciones del la buen gobierno: generar confianza y previsibilidad, impedir que el miedo se convierta en pánico o que la audacia favorezca la irresponsabilidad.
Las sociedades contemporáneas se enfrentan a la cuestión crucial acerca de cómo volver a determinar la relación entre riesgo y seguridad. La búsqueda de procedimientos para gestionar los riesgos de manera efectiva y socialmente aceptable se ha convertido en una tarea de especial interés tanto para la reflexión política como para la praxis de la gobernanza.
¿Qué función puede desempeñar en este contexto la política? Concretamente, ¿qué innovación política requiere una sociedad que depende enormemente de las innovaciones técnicas pero que conoce también sus consecuencias indeseadas, en términos ecológicos, económicos y sociales, o de acuerdo con los valores de libertad y justicia?
En nuestro imaginario colectivo la técnica aparece como una amenaza potencial. Esta sospecha tiene su origen en el hecho de que, hace no muchos años, tanto la derecha como la izquierda concebían a la técnica como una realidad fuerte, exitosa e incontestable. Unos esperaban que las cuestiones políticas pudieran ser resueltas (o incluso disueltas) gracias a la clarividencia de los expertos y a la exactitud de sus procedimientos, otros lamentaban este proceso de despolitización tecnocrática que se traduciría en control, manipulación, destrucción y homogeneización. En cualquier caso, las valoraciones venían después de coincidir en que esa tecnificación del mundo era algo que terminaría por imponerse. Por citar sólo un caso ejemplar de premonición pesismista, todos recordaremos al advertencia de Lane (1966) de que nos encontrábamos al comienzo de una nueva era en que los conocimientos científicos reducirían la significación de lo político.
La realidad es hoy bien distinta: además de las que han sido beneficiosas, estamos rodeados de técnicas que han fracasado. Algunos casos actuales nos han hecho cada vez más conscientes de que hay riesgos producidos por el ser humano que están crecientemente fuera de control. Los vertidos tóxicos en el Golfo de México, la crisis económica producida en buena parte por el fracaso de esos sofisticados dispositivos tecnológicos que son los productos financieros, el cambio climático inducido por nuestro modelo de desarrollo no son sólo desastres con graves repercusiones sociales sino, de entrada, rotundos fracasos tecnológicos. Se equivocaban los tecnócratas, podríamos concluir a la vista de tales fiascos, pero también quienes temían los éxitos de la técnica y no tanto sus fracasos.
Lo interesante de este giro de la historia es que ha modificado radicalmente nuestra manera de entender la articulación entre política y tecnología. Ni la derecha tecnocrática ni la izquierda neomarxista de los años 60 y 70 habían pensado que la renovación de la política pudiera proceder un día del fracaso de la técnica. Lo que imaginaban era más bien su carrera triunfante, para bien o para mal, celebrada o temida. La crítica a la tecnocracia ha quedado actualmente superada por el hecho de que tenemos más bien una técnica torpe y una política cuya intervención es reclamada desde diversas instancias. Estábamos esperando que la política nos protegiera frente al poder de la técnica y ahora resulta que la política es reclamada para resolver los problemas generados por la debilidad de la técnica.
Lejos de convertir a la política en un anacronismo, la técnica (mejor dicho, sus fracasos sonados o sus riesgos potenciales) ha reforzado el prestigio de la política, de la que ahora se espera lo que otras instancias no han acertado a proporcionar. Por eso no es exagerado afirmar que la gestión de estos riesgos puede ser una nueva fuente de legitimación de la acción política (Czada 2000). Otra cosa es que la política esté acertando a la hora de ejercer esta responsabilidad o que disponga de los instrumentos necesarios para ello.
Así pues, vuelve la política en tres aspectos fundamentales: como retorno del Estado, como recuperación de la lógica política y como exigencia de gestionar democráticamente los riesgos. Veámos brevemente cada uno de estos tres aspectos.
De entrada, catástrofes como las financieras o las medioambientales apuntan en la línea de una nueva forma de estatalidad reguladora. Mientras que el giro neoliberal supuso una retirada del Estado, la progresiva conciencia de los peligros de la civilización tecnológica impulsa al Estado a asumir nuevas tareas, aunque sea en un contexto muy diferente de aquel en el que estaba acostumbrado a actuar soberanamente. Y es que conviene no dejarse llevar en este punto por lo que podríamos llamar una ilusión óptica neokeynesiana: el Estado que vuelve no es un rico soberano, sino un Estado endeudado y necesitado de cooperación. Cuanto antes comprendamos esta nueva realidad y exploremos sus posibilidades de intervención, menos tiempo perderemos en celebrar que la historia nos ha vuelto a dar la razón.
Podemos vivir un momento de repolitización en función precisamente del descrédito de los supuestos expertos. Han fracasado quienes monopolizaban la exactitud y la eficacia; se ha vuelto ideológicamente sospechosa la apelación a la ciencia y a la técnica para poner punto final a las controversias; el mundo de los expertos se ha revelado tan poco unánime como nuestras sociedades plurales. Todo esto significa que estamos devolviendo al sistema político el poder de definir la situación, que tenemos una posibilidad inédita de recuperar la política, es decir, del arte de trasladar en decisiones nuestra falta de evidencia.
La gestión de los riesgos, peligros y catástrofes puede ser también un elemento de democratización. Un mundo más incierto no tiene por qué ser menos democrático que el desaparecido mundo de las certezas, más bien al contrario. Un ejemplo de ello puede ser la propia evolución del movimiento ecologista. El discurso ecológico, que en los años sesenta tenía una épica antiestatal, se transformó después en una reivindicación del Estado regulador. El mismo hecho de introducir la protección del medio ambiente como una tarea del Estado abrió una fuente de legitimación para la política regulativa una vez que parecía agotada aquella legitimación del Estado del bienestar centrada en la política de redistribución. Someter los riesgos tecnológicos a procedimientos políticos formales ha hecho que el conflicto entre la economía y la ecología se haya introducido en el sistema de gobierno, que no tenga ya nada de subversivo o desestabilizador. El desarrollo de Los Verdes, especialmente en Alemania, es un ejemplo elocuente de ello. Después de una larga discusión, ha terminado por imponerse la facción que prefería integrarse en las coaliciones de gobierno a la que abogaba por la oposición exterior. Lo que algunos llamaron “la guerra civil ecológica” en torno a la energía nuclear no condujo a desbordar las autoridades políticas de la República Federal de Alemania como muchos habían temido o deseado. Los ecologistas, que a principios de los 80 estaban discutiendo la abolición del monopolio estatal de la violencia, terminaron en el 2000 reconociendo que sus fines sólo podían alcanzarse por medio de la política y el derecho.
Así pues, bien puede afirmarse que mientras que las catástrofes antiguas podían ser la puerta para estados de excepción antidemocráticos, los conflictos de la “sociedad del riesgo” han tenido una función democratizadora y han impulsado una cultura política del diálogo y la resolución de conflictos. Nuestra manera de concebir el modo como deben afrontarse los peligros en una sociedad democrática se diferencia claramente de la licencia autoritaria que se concede el soberano para resolver las situaciones excepcionales. Los peligros de la “sociedad del riesgo” no exigen un estado de excepción en el sentido tradicional. Lo que exigen es, más bien, practicar toda la normalidad que sea posible en la gestión de las amenazas. En una democracia hay ocasionalmente situaciones de excepción y lo que deseamos es que se gestionen para volver a la normalidad. Para ese jurista reaccionario que fue Carl Schmitt, en cambio, el estado de excepción no surge con la catástrofe sino en el combate contra ella. Para Schmitt es el poder supremo quien decide soberanamente si hay o no un estado de excepción. Nos jugamos aquí algo mas que un matiz teórico: lo que distingue a la gestión democrática de las actuales catástrofes frente al soberanismo autoritario es precisamente la precupación por la normalidad.
Estamos, por consiguiente, frente a una extraña paradoja: la política no se ha reforzado por la perfección de la técnica sino por el fracaso de la técnica. La técnica necesita más que nunca de la regulación política. Los avances de la ciencia han ampliado el territorio de lo político en la medida en que han producido nuevas exigencias normativas y de regulación. Cuando los fracasos de la técnica son percibidos como graves amenazas para los derechos de la ciudadanía, a la política se le exige la responsabilidad de crear las condiciones que nos permitan hacer frente como sociedad a tales consecuencias. Sin los recursos de la legitimación democrática y unos Estados que funcionen (ahora también bajo la forma de una gobernanza global), no hay manera de hacer frente a las inseguridades, peligros y accidentes que las modernas tecnologías plantean.
Donde antes pensábamos que no había ningún problema para el que no encontraríamos en el futuro una solución tecnica, hoy se invierte el enfoque —aunque con mayor modestia— y más bien podemos estar razonablemente seguros de que los problemas generados por la técnica o los resolvemos políticamente o no los resolveremos de ninguna manera.
Bibliografía:
Beck, Ulrich (2006), “Living in the world risk society” en Economy and Society, 35/3, (2006), 329-345.
Czada, Roland (2000), “Legitimation durch Risiko. Gefahrenvorsorge und Katastrophenschutz als Staatsaufgaben”, en Politische Vierteljahresschift 31, 319-345.
Lane, Robert E. (1966), “The decline of politics and ideology in a knowledgeable society”, en American Sociological Review 31, 649-662.
Sunstein, Cass R. (2005), Laws of Fear. Beyond the Precautionary Principle, Cambridge University Press.
Wildavsky, Aaron (1988), Searching for safety, New Brunswick / Oxford: Transaction Books.