NO es la primera vez que en esta columna hablamos del soft power. Nos referimos a la capacidad de los territorios de tener presencia e influencia internacionales no gracias a los instrumentos más tradicionales del poder estatal, tales como la fuerza militar, la incidencia de sus servicios secretos, la potencia diplomática o la fuerza exterior de su economía; sino en otro tipo de recursos. Es un poder más sutil pero no por ello menos real: la fuerza de la cultura, del conocimiento, de la presencia en el imaginario global, en la moda, en el diseño, en el deporte, en la música, en la ciencia, en la innovación o en los debates sociales. En la arena internacional, como en cualquier otro espacio, se trata también de seducir.

Lo traducimos como poder blando, pero no me parece una fórmula muy feliz. Lo blando en español tiene unas connotaciones que parecen contradecir la poderosa esencia de lo que se quiere transmitir. Quizá fuera mejor hablar de poder intangible o inmaterial, poder cultural o poder del conocimiento y de las ideas.

Viene todo esto al caso por la concesión del Premio Nobel de Literatura a la surcoreana Han Kang. Yo no he leído nada de su obra, de modo que no hablaré de sus méritos literarios, pero se me ocurre que es buena ocasión para hablarles del soft power, puesto que pocos países han sido tan exitosos en este capítulo como Corea del Sur. Este premio nos sirve para mirar a un país de una gran potencia cultural.

¿Cuál es el secreto de este enorme soft power en un país de tan solo 50 millones de personas? Como todo fenómeno social, sería estúpido darles aquí una receta de unos pocos ingredientes que bien aplicados garantizan replicar el éxito. Además, me pueden con razón replicar que sus éxitos son inseparables de los serios problemas que como todas las sociedades avanzadas tienen. Pero quizá podemos sugerir algunas pistas interesantes.

La inversión en educación, en tecnología, en ciencia y en conocimiento. El juego coordinado de lo público y lo privado, sin que el uno pretenda comerse al otro. La conquista de la modernidad desde su identidad distintiva: sin renunciar a su cultura, lengua y tradiciones. Una cultura del esfuerzo, del trabajo bien hecho y de la responsabilidad individual hacia el conjunto de la sociedad. La alianza internacional con las democracias. La relación con sus viejos enemigos históricos basada en una memoria que mira al futuro sin quedar atascada en debates infructuosos o en rencores artificialmente reverdecidos. Unos altos índices de calidad democrática, de libertades públicas, de libertad de prensa, de libertad académica, de transparencia y de buen gobierno.

Hace unas décadas, el país era pobre. Hoy es rico. En 1945, un 75% de la población era analfabeta, hoy tiene uno de los niveles educativos más altos del mundo. En los años 50, la esperanza de vida no llegaba a los 40 años; hoy excede los 83 años. No entró como miembro de las Naciones Unidas hasta 1991, y en 15 años un surcoreano fue nombrado secretario general (Ban Ki-moon, 2007-2016). En los espacios de Naciones Unidas en que yo he trabajado, he tenido colegas surcoreanas de una competencia, amabilidad y capacidad de trabajo extraordinarias.

De las cinco marcas de coche más vendidas en España, dos son coreanas. La marca de teléfonos móviles más vendida es coreana. Un país que hace unas décadas asociábamos a la guerra, la pobreza y la ignorancia, nos resulta hoy la primera opción de fiabilidad tecnológica.

Música surcoreana suena en nuestras emisoras o dispositivos. Series surcoreanas son seguidas por los más jóvenes. Tenemos restaurantes de comida coreana regidos por surcoreanos en cualquier ciudad del mundo asociadas a una imagen de calidad. Conozco dos personas que estudian coreano sin ningún tipo de interés profesional o relación familiar o afectiva con el país, sin haber estado de hecho nunca allí, por el puro atractivo del país. El premio nobel de literatura es un paso más en esta extraordinaria presencia cultural.