Artículo de opinión de Mikel Mancisidor @MMancisidor1970 el 26 de junio de 2022 en Deia (enlace)
La memoria, la imagen y el detalle
Joseba Eceolaza en ‘ETA: la memoria de los detalles’ nos golpea con datos en una crueldad que no cabe en el expediente judicial, que va más allá de quien apretó el gatillo
ESTA semana he leído un par de libros sobre memoria que se complementan.
El primero se titula La memoria traumática y está escrito por Sabin Egilior (Dado Ediciones, 2022). El autor nos acerca a la memoria traumática como esa forma particular de elaboración, materialización, conservación y transmisión del recuerdo colectivo de los eventos trágicos de nuestra histórica que se basa en el testigo, en el testimonio de la experiencia vivida directamente en primera persona. Egilior defiende un enfoque multidisciplinar de un fenómeno «poliédrico y autónomo al mismo tiempo, que afecta a la persona pero también al grupo». No se trata tanto de una «reconstrucción histórica o factual de lo ocurrido sino una nueva construcción (de) algo previamente inenarrable e irrepresentable a lo que sin embargo es posible dar forma en un momento determinado».
El segundo libro es perfecto complemento, al centrarse en otra forma de memoria igualmente potente: la de los detalles. Joseba Eceolaza en ETA: la memoria de los detalles (Ediciones Papeles del Duende, 2022) no pretende recoger un listado de casos, ni de testimonios, ni hacer una historia del horror. De la misma forma que Egilior se pregunta por las posibilidades del audiovisual para servir a la memoria, Eceolaza indaga sobre la potencia del detalle –elemento aparentemente no central de la historia– para golpearnos con una verdad de la crueldad que no cabe en el expediente judicial, que se extiende más allá de quien apretó el gatillo y que constituye una forma complementaria del horror, de la humillación, de la saña y del odio. «En los detalles encontramos la dimensión de la deshumanización», adelanta Marta Buesa en su prólogo.
«Contar y dejarlo escrito constituye un deber moral y político inaplazable para que las siguientes generaciones conozcan esta memoria de los detalles» y a tal efecto Eceolaza ni se permite ni nos permite salidas fáciles. Nos exige el deber de memoria para mirarnos en el espejo de lo que hicimos y lo que no hicimos. «Nuestra primera ofensa fue no mirar a tiempo» dice, mientras se pregunta una y otra vez ¿dónde estaba yo?, ¿qué es lo que hice yo? Su mirada moral al pasado es insobornable y obliga al lector a hacer lo propio, «aunque resulte antipático, aunque nuestro primer impuso sea el de olvidar cuanto antes».
Frente al culto a la violencia, frente a la cultura del odio, «el potencial subversivo de la memoria se basa –defiende el autor– en su capacidad de proyectar al futuro valores conciliadores y pacifistas». Eceolaza acierta con frases de potencia aforística: «el olvido es la ruina»; «hablar de los muertos encierra mucha vida»; «cuando se nombra, en realidad, se llama».
Ambos libros nos hablan del deber de memoria y de su triple vertiente hacia el pasado, el presente y el futuro. Lecturas necesarias.