Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 25/09/2021 en La Vanguardia @LaVanguardia (enlace) (enllaç)
La mesa de la rivalidad
La hostilidad hacia los contrarios no es nada es comparada con lo que se detestan los parecidos. Con el término polarización hablamos de cosas que a veces son muy distintas. Una cosa es la contraposición ideológica que enfrenta a las derechas y las izquierdas o a los de una nación y otra. Pero algo bien distinto es esa rivalidad encarnizada que tiene lugar en el seno de cada bloque político e incluso en el interior de los partidos. Al enfrentamiento entre bloques se añade ahora la rivalidad dentro de ellos. Una cosa es el antagonismo entre quienes quieren cosas distintas y otra la rivalidad entre quienes parecen querer cosas similares. Son dos hostilidades distintas y, en mi opinión, la segunda resulta más enconada, más difícil de gestionar y el mayor obstáculo a la hora de encontrar un acuerdo. Las relaciones son más complicadas entre quienes pretenden los mismos objetivos y dejan de ser adversarios para convertirse en rivales. A un adversario se le quiere ganar, a un rival, aniquilar y sustituir. Quien gana no necesita la desaparición del derrotado; quien rivaliza está interesado, por el contrario, en monopolizar una causa que comparte con sus rivales.
La polarización dificulta los acuerdos necesarios, pero la rivalidad parece hacerlos imposibles. Podría explicarse esta dificultad con una metáfora que explicaría por qué, entre dos grupos rivales dentro de una misma familia ideológica, uno de ellos, el que se presenta como más duro y maximalista, trata de condicionar e incluso neutralizar a quien adopta posturas más posibilistas y proclives al pacto.
Propongo llamar a los primeros “carabinas políticas” o Tea Parties. Me refiero a la vieja figura del “carabina”, aquella institución de otras épocas encargada de acompañar a una pareja con el fin de que no hicieran lo que seguramente habrían hecho sin la presencia de tan incómodo vigilante. Todas las organizaciones políticas tienen, dentro o a su alrededor, un Tea Party, un grupo, sector o movimiento social, supuestamente de los nuestros o con ideología similar, que se dedica a asediar a los moderados o más proclives al pacto, con un marcaje que pretende impedir que se hagan concesiones al enemigo, que exige lealtad a unos principios entendidos como algo que no permite transacciones ni compromisos. La ira de estos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Son los guardianes de las esencias que no combaten a sus enemigos, sino que están al acecho de sus semejantes para que no pacten ni se rindan (que viene a ser lo mismo). Este fuego amigo exige lealtad absoluta a unos objetivos políticos que deben ser conseguidos sin contrapartidas ni compromisos con el adversario, desprestigiando así la figura del pacto o el valor de la transacción.
Podríamos pensar que nos encontramos ante dos estrategias de negociación igualmente razonables, una más intransigente y otra más posibilista, con distintas expectativas en cuanto al éxito de la negociación. Cuando se trata de abordar una negociación este pluralismo es legítimo y enriquece las posiciones que están en juego. Pero el problema no es el grado óptimo de presión, sino que algunos de los agentes se sitúen de entrada fuera del espacio de lo posible y lo hagan con el objetivo estratégico de poner al rival en una situación que le genere enormes contradicciones y posibilite, no ya el objetivo declarado de la negociación, sino el inconfesado: remplazar a quien lidera el proceso, para lo cual es necesario que el conflicto persista. Quien tensiona las negociaciones apelando continuamente al programa de máximos, salvo que esté en la inopia política, sabe perfectamente que esos objetivos no son irrenunciables sino inalcanzables; esto no va de alcanzar o no un objetivo sino de erigirse en titular exclusivo de la reivindicación.
No hay nada absurdo en el hecho de que toda negociación se inicie con unas posiciones iniciales que los interlocutores no pueden aceptar. El problema comienza cuando los actores más duros confiesan abiertamente que no se darán por satisfechos con nada que no satisfaga plenamente sus aspiraciones iniciales. De este modo la mesa de diálogo se convierte en un lugar donde sencillamente se notifica que uno no contempla otro escenario que la unilateralidad. A estas alturas cualquier actor racional es consciente de que una acción de ese estilo (¿en qué podría consistir, por cierto?) sólo podría tener éxito en sociedades desestructuradas, en escenarios bélicos o contextos revolucionarios, algo que está muy distante de nuestras sociedades democráticas (sean perfectas o limitadas) y que exigiría un precio personal trágico que nadie está dispuesto a pagar.
Por si alguien no se ha dado cuenta todavía de ello, ese no es el tema. Los rivales no se enfrentan porque defiendan dos soluciones distintas sino porque unos pretenden una solución improbable mientras que otros apelan a soluciones imposibles. El tensionamiento del rival persigue abiertamente desestabilizar las conversaciones y abocarlas al fracaso, no mejorar sus resultados. El rival intransigente no propone una solución óptima (que puede saber en qué consistiría pero no cómo se consigue), sino que el problema persista y propicie ese cambio en la relación de fuerzas que es el objetivo inconfesable que persigue.
Negociar en ese contexto de rivalidad exige un nuevo tipo de liderazgos. Quienes están a favor de las soluciones en cada bloque deben resistir el hostigamiento de los rivales propios, conseguir avances significativos a través de transacciones y ser capaces de comunicarlos. A los negociadores posibilistas les resultará más fácil entenderse entre sí que con sus rivales respectivos. Sugiero que se protejan mutuamente y se pregunten, ante cada paso o cada declaración, si de este modo ayudan o entorpecen al otro en su singular batalla contra los rivales, la más enconada de todas las batallas.
La taula de la rivalitat
L’hostilitat envers els contraris no és res comparada amb la manera com es detesten els que s’assemblen. Amb el terme polarització parlem de coses que de vegades són molt diferents. Una cosa és la contraposició ideològica que enfronta les dretes i les esquerres o els d’una nació i una altra. Però és ben diferent la rivalitat acarnissada que té lloc al si de cada bloc polític i fins i tot a l’interior dels partits. A l’enfrontament entre blocs s’afegeix ara la rivalitat dins d’ells. Una cosa és l’antagonisme entre els que volen coses diferents i una altra la rivalitat entre els que semblen voler coses similars. Són dues hostilitats diferents i, segons la meva opinió, la segona resulta més enverinada, més difícil de gestionar i l’obstacle més gran a l’hora de trobar un acord. Les relacions són més complicades entre els que pretenen els mateixos objectius i deixen de ser adversaris per convertirse en rivals. A un adversari se’l vol guanyar, a un rival, aniquilar i substituir. Qui guanya no necessita la desaparició del derrotat; qui rivalitza està interessat, al contrari, en monopolitzar una causa que comparteix amb els seus rivals.
La polarització dificulta els acords necessaris, però la rivalitat sembla fer-los impossibles. Aquesta dificultat podria explicar-se amb una metàfora que il·lustraria per què, entre dos grups rivals dins d’una mateixa família ideològica, un d’ells, el que es presenta com més dur i maximalista, prova de condicionar i fins i tot neutralitzar qui adopta actituds més possibilistes i proclius al pacte.
Proposo d’anomenar els primers “espelmes polítiques” o Tea Parties .Emrefereixo a la vella figura de qui aguantava l’espelma, aquella institució d’altres èpoques encarregada d’acompanyar una parella a fi que no fessin el que segurament haurien fet sense la presència d’un vigilant tan incòmode. Totes les organitzacions polítiques tenen, dins o al seu voltant, un Tea Party, un grup, sector o moviment social, suposadament dels nostres o amb ideologia similar, que es dedica a assetjar els moderats o més proclius al pacte, amb un marcatge que pretén impedir que es facin concessions a l’enemic, que exigeix lleialtat a uns principis entesos com una cosa que no permet transaccions ni compromisos. La ira d’aquests grups no es dirigeix tant als adversaris com als propis quan sembla que rebaixaran el nivell d’allò políticament innegociable. Són els guardians de les essències, que no combaten els seus enemics, sinó que estan a l’aguait dels seus semblants perquè no pactin ni es rendeixin (que ve a ser el mateix). Aquest foc amic exigeix lleialtat absoluta a uns objectius polítics que s’han d’aconseguir sense contrapartides ni compromisos amb l’adversari, desprestigiant així la figura del pacte o el valor de la transacció.
Podríem pensar que ens trobem davant dues estratègies de negociació igualment raonables, una de més intransigent i una altra de més possibilista, amb diferents expectatives pel que fa a l’èxit de la negociació. Quan es tracta d’abordar una negociació aquest pluralisme és legítim i enriqueix les posicions que estan en joc. Però el problema no és el grau òptim de pressió, sinó que alguns dels agents se situïn d’entrada fora de l’espai del que és possible i ho facin amb l’objectiu estratègic de posar el rival en una situació que li generi enormes contradiccions i possibiliti, no ja l’objectiu declarat de la negociació, sinó l’inconfessat: reemplaçar qui lidera el procés, per a la qual cosa cal que el conflicte persisteixi. Qui tensa les negociacions apel·lant contínuament al programa de màxims, tret que estigui a la inòpia política, sap perfectament que aquests objectius no són irrenunciables sinó inabastables; això no va d’assolir un objectiu o no, sinó d’erigir-se en titular exclusiu de la reivindicació.
No hi ha res absurd en el fet que tota negociació s’iniciï amb unes posicions inicials que els interlocutors no poden acceptar. El problema comença quan els actors més durs confessen obertament que no es donaran per satisfets amb res que no satisfaci plenament les seves aspiracions inicials. D’aquesta manera la taula de diàleg es converteix en un lloc on senzillament es notifica que un no contempla cap altre escenari que la unilateralitat. A hores d’ara qualsevol actor racional és conscient que una acció d’aquest estil (en què podria consistir, per cert?) només podria tenir èxit en societats desestructurades, en escenaris bèl·lics o contextos revolucionaris, una cosa que està molt distant de les nostres societats democràtiques (siguin perfectes o limitades) i que exigiria un preu personal tràgic que ningú no està disposat a pagar.
Per si algú no se n’ha adonat encara, aquest no és el tema. Els rivals no s’enfronten perquè defensin dues solucions diferents, sinó perquè uns pretenen una solució improbable mentre que d’altres apel·len a solucions impossibles. El tensionament del rival persegueix obertament desestabilitzar les converses i abocar-les al fracàs, no millorar-ne els resultats. El rival intransigent no proposa una solució òptima (que pot saber en què consistiria però no com s’aconsegueix), sinó que el problema persisteixi i propiciï un canvi en la relació de forces que és l’objectiu inconfessable que persegueix.
Negociar en aquest context de rivalitat exigeix un nou tipus de lideratges. Els qui estan a favor de les solucions en cada bloc han de resistir la fustigació dels rivals propis, aconseguir avanços significatius a través de transaccions i ser capaços de comunicar-los. Als negociadors possibilistes els resultarà més fàcil entendre’s entre ells que amb els rivals respectius. Suggereixo que es protegeixin mútuament i es preguntin, davant cada pas o cada declaració, si d’aquesta manera ajuden o entorpeixen l’altre en la seva singular batalla contra els rivals, la més enverinada de totes les batalles.
Leer más artículos de opinión de Daniel Innerarity
Leer más trabajos de Daniel Innerarity