Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado el 20/10/2019 en Diario Vasco (enlace)
Esta intensa semana política, social y judicial precede a otra en la que, salvo sorpresa de última hora, se materializará una decisión de altísimo valor simbólico: la exhumación de los restos del dictador Franco y su traslado al cementerio de El Pardo-Mingorrubio. La decisión unánime del Tribunal Supremo dio el visto bueno a la iniciativa del gobierno y responde a la previsión contenida en la Ley de Memoria Histórica que habilita su materialización, imprescindible e inaplazable, para cumplir con lo dispuesto sobre la retirada de símbolos franquistas y evitar exaltaciones antidemocráticas en dicho lugar.
La transición política, ensalzada por unos y vilipendiada por otros, y dentro de un contexto complejo y nada fácil, representó un intento orientado a sentar las bases de un acuerdo de mínimos para convivir en sociedad y garantizar el ejercicio de libertades por parte de la ciudadanía. La exhumación aporta ahora una dimensión simbólica de gran carga y pedagogía social: hay que volver a recordar que el Valle de los Caídos fue una construcción ejecutada por presos políticos mediante trabajos forzados, un monumento convertido en exaltación del dictador y de la dictadura, muestra además de olvido y desmemoria de sus crímenes.
Y en él sólo figuran el nombre del dictador y el de un jefe fascista, José Antonio Primo de Rivera, algo incompatible con lo previsto en la propia Ley de Memoria Histórica, con arreglo a la cual en ningún lugar del Valle “podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo”. Los restos de miles de víctimas de la represión, por contra, son anónimos y fueron allí llevados sin contar con la voluntad de sus familiares.
La justicia y la reparación son imprescindibles para la concordia. Tal y como afirmó la ex-presidenta de Chile, Michelle Bachelet «las heridas del pasado se curan con más verdad». Y la realidad es clara: el franquismo no fue solo la sublevación militar, el golpe de Estado y la posterior cruenta guerra civil; cabría citar como prueba documental numerosos discursos del dictador, o variadas arengas del general Mola, cuyo nombre mancilló nuestras calles vascas durante muchos años y cuyo rango de nobleza sigue transmitiéndose de forma vergonzante como estirpe a sus herederos, para ensalzar los «valores del servicio a la patria», tal y como el dictador lo dispuso y nadie en democracia se ha atrevido todavía a derogar.
Volviendo a la historia, basta recordar el contenido de numerosas leyes franquistas o las palabras del general Queipo de Llano, afirmando literalmente que «hay que sembrar el terror eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». ¿Es posible admitir en democracia la no condena o el apoyo explícito a esta ideología?
De 1939 a 1975 el franquismo fue un régimen autoritario, de los más implacables del siglo XX; usó el terror de forma planificada y sistemática para exterminar a sus oponentes ideológicos y aterrorizar a toda la población. La ley de amnistía, una ley vergonzante y vergonzosa decretó una suerte de amnesia oficial, tan injusta como generadora de la cultura del agravio histórico.
El repudio a los regímenes fascistas y a su exaltación gana fuerza en Europa y ello ha convertido la pervivencia de tal monumento conmemorativo de la figura del dictador y de su régimen en una anomalía democrática.
La vigente ley de memoria histórica alude en su preámbulo al espíritu de reconciliación y concordia, junto al necesario respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas, y a la voluntad de reencuentro con vocación integradora. Apela expresamente la ley a su espíritu fundacional de concordia, y recuerda lo manifestado por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados que ya en 2002 aprobó por unanimidad una Proposición no de Ley en la que el órgano de representación de la ciudadanía reiteraba que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática».
Por todo ello, la exhumación de los restos mortales del dictador debe ser la primera medida que exprese el interés general de protección a las víctimas de la dictadura, una vía de reparación moral y simbólica. No se trata, por tanto, y frente a lo reiteradamente argumentado desde ciertas posiciones políticas, de abrir heridas en la sociedad española sino de acabar con injusticias y cumplir con la legalidad internacional en materia de derechos humanos, en particular el derecho de las víctimas a la reparación.
Es un deber cívico y democrático honrar y recuperar para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, deportación, confiscación de sus bienes, exilio, trabajos forzosos o internamientos en campos de concentración.
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