Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado en El País el 20/03/2018 (enlace)
(Imagen cortesía de El País)
Cuando la cuestión ecológica irrumpe en las agendas políticas, su primer efecto es la identificación de una serie de deberes de los humanos respecto del mundo natural. Los debates se intensifican hasta el punto de constituirse unos derechos de los animales que los humanos tendríamos que respetar. Sin entrar en este debate concreto quisiera añadir la perspectiva de en qué medida este asunto modifica la naturaleza misma de la democracia y cuestiona la universalidad de nuestros procedimientos de representación. La democracia es concebida en la modernidad como un conjunto de instituciones gracias a las cuales los humanos abandonábamos el mundo natural. Toda la política moderna ha sido un intento de escapar del “estado de naturaleza”, lo que no es una simple metáfora. En el momento en que se supera esta contraposición, desde que pasamos a entendernos como formando parte de un mundo natural, a recuperar nuestra inserción ecológica, la cuestión que inevitablemente se plantea es de qué modo la representación democrática se abre al reconocimiento de la naturaleza como sujeto político.
No se trata de que voten los animales o de que les reservemos unos escaños en los Parlamentos, sino de que la naturaleza esté de algún modo representada en nuestras democracias. Se trata de sustituir el paradigma moderno que contrapone la brutalidad natural a la civilización y la cultura por una nueva comprensión de nuestros sistemas políticos como insertos en un entorno natural que no se corresponde ni con las delimitaciones espaciales ni con la lógica de nuestras democracias electorales.
No estamos solamente ante un problema de cómo gestionar ciertos bienes públicos sino en medio de un profundo déficit democrático, una verdadera exclusión. Si la naturaleza ha de ser reconocida como sujeto político, representada e incluida, eso quiere decir que la contaminación o la explotación abusiva de la naturaleza no son sólo deficiencias de nuestro sistema productivo; también constituyen una verdadera deficiencia democrática y revelan que nuestros sistemas políticos, entendidos como completamente ajenos al entorno natural, han erigido a un sujeto soberano que excluye a otros sujetos no humanos y a la naturaleza, es decir, que no son plenamente democráticos.
Esta perspectiva cuestiona la soberanía de los electores reconocidos como tales. Si el objetivo es integrar en la sociedad a poblaciones no humanas, deshacer el privilegio de nuestra especie, entonces lo primero que hay que cuestionar es el privilegio de los electores. La cuestión medioambiental introduce tácitamente nuevos electorados en la agenda política, lo que problematiza el modo como funcionan las democracias representativas. Los déficits en materia ecológica son en última instancia democráticos y nos obligan a pensar formas alternativas de diseño institucional. La política tiene que ser menos antropocéntrica y más biocéntrica. Hemos de pasar del paradigma de la cultura nacional al de la naturaleza transnacional.
De hecho, las cuestiones ecológicas están desacopladas de las delimitaciones políticas. La contaminación es un viajero transnacional. Los grandes asuntos ecológicos se han disociado casi por completo del marco definido por los Estados (y sus correspondientes sistemas de representación y decisión) en una triple dimensión: por la generación del problema (quién o qué tipo de conducta causa un determinado problema), el impacto del problema (quién sufre qué tipo de efectos negativos) y la solución del problema (a quién compete su resolución y de qué modo). Todo ello define un cuadro de interdependencia o dependencia mutua que implica vulnerabilidad compartida y exige que volvamos a pensar quiénes somos nosotros en última instancia, si nuestra subjetividad política puede contenerse en un censo electoral.
Esta falta de contención de los problemas medioambientales en nuestros espacios delimitados se advierte especialmente en el caso del cambio climático, pero no solo. No hay congruencia entre los espacios naturales (determinadas regiones geográficas, cuencas, los afectados por el deterioro de la capa de ozono, los fenómenos meteorológicos, zonas transfronterizas divididas artificiosamente aunque compartan un espacio natural y otras unidas pese a la heterogeneidad de sus enclaves naturales…) y las fronteras de los Estados con sus censos electorales. Apenas coinciden el espacio político y el espacio ecológico o natural. Las delimitaciones políticas tampoco son muros de contención para limitar los efectos de nuestras prácticas contaminantes o protegerse de las de otros. Cada uno somos receptores y exportadores de daños ecológicos. Todas nuestras instituciones nacionales de representación y responsabilidad resultan verdaderos anacronismos en un mundo de gran movilidad, contagioso, abierto y especialmente desprotegido por las instancias estatales.
Tenemos también una incongruencia desde el punto de vista temporal. De entrada, porque el ciclo electoral no coincide tampoco con el tiempo ecológico. El desacoplamiento entre los que deciden y los que padecen tiene también una dimensión en el tiempo. Los electores aprueban determinadas decisiones cuyo impacto ecológico no les afectará a ellos sino a unos futuros electores que ahora no existen (o no tienen el peso demográfico de los mayores en una sociedad envejecida a la que el futuro remoto les importa más bien poco). Por si fuera poco, el tiempo requerido para la intervención en estas materias no se ajusta a los periodos electorales, la rendición de cuentas se refiere en ocasiones a autoridades que ya no lo son… Estas y otras incongruencias similares nos sitúan frente a una desincronización que los padres fundadores de la democracia moderna no habían tenido ocasión de advertir.
Los problemas medioambientales implican una compleja formación de escalas espacio-temporales, son teleproblemas, discontinuos en el tiempo y desbordantes en el espacio, con periodos de latencia e impacto lejano o transgeneracional, de difícil identificación. En definitiva, los límites de los Estados, las delimitaciones de los electorados tienen su origen en diversas contingencias históricas pero los límites para la protección ambiental son fundamentalmente ecológicos. No digo que los electorados deban hacerse coincidir con esos espacios naturales, pero si queremos abordar la cuestión ecológica no tenemos más remedio que reconsiderar esa autarquía de las delimitaciones políticas y abrirlas a una dimensión global, transfronteriza y cooperativa. Si no podemos hacer que voten los animales o los ecosistemas, al menos no votemos en contra de ellos.
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