Artículo de opinión de Cristina Astier publicado en CTXT (Contexto, el suplemento de Público) el 26/07/2017 (enlace)
(Imagen cortesía de pixabay.com)
El artículo del ministro español de Economía, Industria y Competitividad titulado ‘Los beneficios del libre comercio’ y publicado en el diario El País el 30 de junio de 2017 es un brindis al sol. Un ejercicio en el que imaginar de forma utópica el mejor de los escenarios. Hacer experimentos mentales imaginando mundos posibles no es problemático en sí mismo; no obstante, si provienen de un representante político y tienen como objetivo crear un discurso que cale en la sociedad, la cosa cambia.
De acuerdo con el artículo, el tratado de libre comercio firmado entre los veintiocho Estados miembros de la Unión Europea y Canadá llamado CETA por sus siglas en inglés (Comprehensive Economic and Trade Agreement) traerá consigo una serie de ventajas para los ciudadanos europeos: empleo, desarrollo, competitividad, ventajas para empresas y consumidores, progreso y bienestar social, entre otras.
Además, siguiendo con el artículo, las posibles acusaciones derivadas del tratado sobre, grosso modo: falta de garantías a los trabajadores, desarrollo no sostenible, y cuestiones éticas y de justicia derivadas, ya se han tenido en cuenta en la redacción del tratado y sus cláusulas. Parece, pues, que no hubiera motivos de peso por los que oponerse a la firma de un tratado comercial tan beneficioso para todos los agentes implicados directa e indirectamente. Tan es así que incluso se tiene en cuenta el posible impacto en el medio ambiente.
En suma, si aceptamos lo expuesto en el artículo a pies juntillas, parece no haber razones objetivas por las que siquiera dudar de que tratados de libre comercio como el CETA vayan a ser perjudiciales ya no sólo para los ciudadanos europeos, sino para cualquier individuo que se pueda ver afectado por ellos indirectamente. Una de las características más relevantes de este tipo de tratados es que en gran medida contribuyen a la integración económica y, por lo tanto, al proceso llamado de globalización –siendo escrupulosos, a la globalización económica y financiera–.
Ahora bien, como suele ser relevante en estos casos, vayamos a la letra pequeña dado que la realidad siempre resulta, cuando menos, más compleja. Entre las promesas del artículo podemos identificar, por ejemplo, la siguiente frase que sí es susceptible de una evaluación más pausada: “Los mercados abiertos son fuente de crecimiento económico, prosperidad y creación de empleo”. Curiosamente, a pesar de que el desacuerdo es una de las características que define la disciplina económica (resultado, posiblemente, de que no sea una ciencia exacta), a lo largo del siglo pasado hubo una posición que generó un consenso excepcional: la idea de que el proceso de integración económica global a través del libre comercio generaría, sino en el corto sí en el largo plazo, beneficios para las partes implicadas, al menos de forma generalizada. Sin embargo, incluso aquellos que defendían ese posicionamiento económico en el que podríamos situar la frase del ministro reconocían ciertas consecuencias negativas. Así, la postura económica mainstream, no exenta de honestidad, no descartaba pérdidas en el corto y medio plazo, ni falta de redistribución en el ámbito doméstico. En otras palabras, aceptaban que el libre comercio como motor de la globalización económica llevaría, en el corto plazo, a generar ciertas pérdidas en algunos de los países participantes en estos intercambios internacionales. Además, como punto central y foco de atención, la distribución dentro de cada país de las ganancias generadas por este intercambio podría ser deficiente en cuanto que desigual si no se aplicaban medidas redistributivas ex post a nivel nacional. Medidas como sistemas de imposiciones progresivos para prevenir la acumulación desmedida de riqueza y por lo tanto desigualdad, que, en último término, actuaran en detrimento de la propia globalización. En suma, los propios economistas que defendían una posición próxima a la del ministro incluían en su análisis cuestiones problemáticas indispensables que quedan ignoradas en la valoración de brocha gorda del artículo.
Incluso la Unión Europea, en vista del repunte del apoyo popular al discurso proteccionista, aquel que aboga por medidas económicas antiaperturistas como impuestos y aranceles a las importaciones, se ha visto obligada a tomar cartas en el asunto. Y no es de extrañar, el discurso proteccionista ha ido ganando adeptos desde la crisis global de 2008. Este fenómeno no sólo ha acaecido en Estados Unidos, donde sus defensores han llegado hasta la Casa Blanca, sino en las últimas elecciones europeas de Polonia, Reino Unido, Holanda e incluso Francia. Los así llamados “perdedores de la globalización” han ejercido su derecho a voto. Estos y otros motivos han llevado a la Unión Europea a publicar, en concreto el día 10 de mayo de 2017, el así llamado Documento de reflexión sobre el encauzamiento de la globalización. Brevemente, en él se defiende la importancia de la Unión Europea como un agente del proceso de globalización y se aboga por seguir el camino de la integración económica, eso sí, regulada, que siga situando a la Unión Europea como un actor global clave. No obstante, en este documento, se vuelve a mencionar la necesidad de una mejor redistribución de los beneficios comerciales generados por la globalización.
He aquí uno de los quid de la cuestión: la imperiosa necesidad de una regulación justa de la globalización y la redistribución de los beneficios y costos que genera. Esta cuestión es amplia y complicada. Sin embargo, hay un dato muy claro que ilustra uno de los factores principales que contribuyen a este reto de justicia distributiva: la desigualdad. Lo menos controvertido que podemos decir de Europa es que es un conjunto de regiones desiguales. Existen muchos índices para medir y comparar las diferencias entre regiones de la Unión, pero uno de los más relevantes, por los factores que utiliza para medir, es el llamado Índice de Progreso Social. Este índice mide tres factores de desarrollo: el bienestar, las oportunidades y las necesidades básicas. De acuerdo con este índice, los niveles de bienestar de los ciudadanos en algunas regiones de Rumanía son menos de la mitad que los encontrados en algunas regiones de Dinamarca. Como ha ocurrido en otros países, este tipo de desigualdades entre regiones, ya sean dentro del mismo país o entre países, pueden verse aumentadas por el libre comercio y la apertura de estos países al mercado libre. La pregunta que nos debemos hacer en esta situación es: ¿podemos decir que un tratado de comercio es justo si vuelve a hacer caso omiso de estos posibles efectos del libre comercio?
Una defensa del libre comercio que no tenga en cuenta este tipo de efectos perjudiciales será necesariamente débil, llevando a escenarios de creciente injusticia. Porque, en definitiva, es cierto que debemos señalar que el libre comercio ha tenido efectos beneficiosos, es decir, que tenemos razones para comerciar más allá de las fronteras. Por ejemplo, el comercio internacional promueve buenas relaciones entre países, haciendo la guerra menos probable; da pie a la mejora institucional de los países comerciantes que deben hacerse más competitivos; y promueve el desarrollo tecnológico. Sin embargo, como señalan algunos economistas, también es cierto que cuando la globalización se vuelve un fin en sí mismo, obliga a los países a escoger entre democracia y soberanía nacional. O bien tenemos una globalización democrática más allá del Estado nación, o nos encontraremos con una globalización que ignore los intereses individuales expresados de forma democrática. La clave de nuestra elección dependerá de las medidas que vayamos tomando por el camino, y tratados de libre comercio como el CETA son una de ellas. Artículos como el del ministro no hacen sino desdeñar la problemática real que presenta la aprobación de este tipo de tratados, tiñendo el debate público de un simplismo que aleja a los ciudadanos de la responsabilidad que implica la toma de decisiones que va configurando el futuro de las sociedades.