Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado en Diario Vasco (enlace) el 30/03/2018
En Cataluña, en la política española y también con frecuencia en la vasca causa furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Parece triunfar esa perversa dinámica que pretende orillar las identidades políticas múltiples y las intenta subsumir en una lógica de tipo binaria de simple y rápida comprensión que se intenta extender también a nosotros, convertidos en una ciudadanía «tribalizada» en atención a la opción política a la que cada miembro de la misma haya votado y a la que parece pretender negar la posibilidad de huir de adhesiones inquebrantables o de seguidismos acríticos ajenos al pluralismo democrático.
Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia.
Negociar supone además, y al margen del resultado final, un acto de respeto. Implica, además, asumir que nada en la vida debería ser unilateral. Por eso la concordia, desde los principios de la historia, sólo es posible cuando las partes aceptan convivir bajo acuerdos con los que todos los involucrados tienen un nivel, –aunque sea mínimo– de aceptación. Nadie ostenta la verdad ni la razón absoluta. Tenemos que hacer un gran esfuerzo para que la concordia y el sentido común vuelvan a presidir el ejercicio de la política.
¿Cuál podría ser el marco de partida para reencauzar la crisis catalana? Respetar los marcos derivados de la voluntad ciudadana es condición necesaria para reivindicar el respeto a la voluntad ciudadana del presente y del futuro. El verdadero progreso apunta hacia una nueva forma de gobernar más respetuosa con las diferencias y basada más en el libre consentimiento que en la fuerza coercitiva de un poder hegemónico.
Este principio obligaría a todos con una limitación recíproca que, en buena lógica democrática, nadie puede rechazar: los soberanistas catalanes no deberían tratar de que el Estado reconozca lo que la sociedad catalana no reconoce (es necesario trabajar en el logro de la consulta legal en torno a esa cuestión de especial trascendencia política); los demás deberían acreditar su compromiso para que la voluntad de la ciudadanía catalana sea incorporada al ordenamiento jurídico correspondiente.
Con ese doble compromiso el respeto a la voluntad de la ciudadanía podría convertirse en una fórmula útil para orientar las decisiones políticas que necesita Cataluña. El propio TC ya esbozó la senda posible en 2014 cuando, al tiempo que declaraba contraria a la Constitución una Resolución anterior del Parlamento de Cataluña por la que pretendía conferir al pueblo catalán la condición de «sujeto político y jurídico soberano», descartó que la Constitución sea un muro impenetrable y la presentó como un cauce para que se exprese la voluntad popular y señaló que las referencias al «derecho a decidir» son «una aspiración política» a la que puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad. Otra vez, por cierto, el binomio política y Derecho.
El pacto es la única estrategia que puede algún día ayudar a encauzar el conflicto político vasco o el catalán, pero además debe tenerse en cuenta que es una necesidad intrínseca o inherente a la sociedad vasca y a la catalana, caracterizadas por su diversidad o heterogeneidad. Precisamente por eso el pacto ha de materializarse en una doble dirección. Ha de trabajarse en favor de un pacto interno y externo para construir una nación vasca mucho más fortalecida y cohesionada.
Nuestra pluralidad interna no es una realidad a eliminar o a pulir o a corregir; al contrario, es un elemento constitutivo de nuestra manera de ser. Somos todos vascos pero pensamos distinto. No hay homogeneidad nacional. El reto radica en lograr construir para todos desde la heterogeneidad, desde la diversidad de identidades nacionales o colectivas una identidad nacional vasca convergente, sin que nadie tenga que asumir el modelo de nación del otro.
La nación vasca posible no es ilimitada, no es la nación de la izquierda abertzale, tampoco la nación del nacionalismo tradicional. La nación vasca posible tampoco es la de los constitucionalistas empeñados en reducir todo a la identificación de una mera comunidad cultural. Hay que lograr aglutinar todas esas concepciones y maneras de ser y de sentirse vasco para lograr emerger una nación vasca común en la que el sueño y las aspiraciones de unos no se convierta en las pesadillas de los otros.
Quien defiende la unilateralidad por la imposibilidad del acuerdo o del pacto no solo defiende la unilateralidad frente a Madrid, frente a la legalidad española, sino también frente a la otra parte de la sociedad vasca o catalana que no comparte su hoja de ruta. Acordemos entre nosotros, eso nunca será claudicar sino avanzar juntos a hacia un proyecto de nación compartido.
El reconocimiento de la plurinacionalidad es clave para lograr que el sistema de distribución territorial del poder político en España, que mantiene enquistados y sin solución viejos problemas derivados de la ausencia de una acomodación política a realidades nacionales como la vasca o la catalana, consiga superar este inagotado debate.
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