Artículo de opinión de Daniel Innerarity publicado en La Vanguardia el 7/01/2018 (Enlace )
Las actuales tensiones territoriales tienen muchas explicaciones en la historia reciente y tal vez no habrían adquirido su actual envergadura si no hubiera habido, por ejemplo, crisis económica o sentencia sobre el Estatut, pero tampoco se explican solo por eso. Estos conflictos son, en el fondo, una manifestación más de la recomposición de la autoridad que está teniendo lugar en el mundo y de todos los fenómenos que esta crisis arrastra consigo: cuestionamiento de los marcos vigentes, perplejidad frente la creciente incertidumbre, inseguridad ante la falta de protección… a lo que se reacciona de manera más o menos razonable según el caso. Otras explicaciones de corto alcance, incluidas aquellas menos benévolas con sus protagonistas, no nos van a servir para encontrar la solución.
Como desconozco el curso que van a tomar los acontecimientos en el futuro inmediato, propongo que imaginemos hacia dónde deberíamos apuntar si queremos configurar sociedades más justas, integradas y democráticas. Para averiguar cuáles son las líneas de evolución más prometedoras no hace falta compartir ese hegelianismo barato que pretende haber identificado con absoluta claridad el sentido de la historia y nos invita a someternos a su destino. Tampoco es necesario ser un idealista que desconoce las limitaciones de nuestra condición para defender que esa mirada amplia requiere que nos situemos en un horizonte de innovación conceptual. Estamos en medio de profundas transformaciones sociales y los problemas políticos no se solucionan sólo con ideas pero tampoco sin ellas. En las próximas semanas y meses habrá muchas personas ocupadas con el tacticismo, pero tal vez debería haber además quienes miren más lejos, digan algo nuevo y diseñen un espacio democráticamente habitable.
Tenemos que hacer, entre otras cosas, un esfuerzo colectivo de renovación conceptual porque los viejos conceptos políticos y sus instrumentos jurídicos no permiten esa reconfiguración de los espacios políticos que exige la convivencia democrática en sociedades compuestas. Y lo que yo vislumbro en ese futuro no tan lejano es que todo lo que se construya de positivo para la convivencia política en el siglo XXI será en términos de diferencia reconocida. Ni la imposición, ni la subordinación, ni la exclusión, ni el unilateralismo son compatibles con una sociedad democrática avanzada.
Tiene que haber alguien gestionando el presente inmediato, por supuesto, pero no perdamos de vista que en esas escaramuzas no está la solución. La mayor parte de las propuestas que se escuchan son versiones más o menos ingeniosas de nuestros actuales enredos. La última, la de Tabarnia, es una demostración de que no se ha entendido nada y de que, en lugar de propuestas integradoras, se prefiere jugar a agudizar las posibles contradiciones del adversario. Pero el esquema continúa siendo el del pasado: hagamos lo mismo en otro territorio, con la misma lógica del estado nacional y sus atributos, empezando por la bandera y terminando por la designación de un enemigo que pueda cohesionarnos. La única novedad es la paradoja de que de este modo se sitúan las fronteras y los territorios en un horizonte de contigencia, disponible para la decisión de sus habitantes. Se trata de una curiosa manera de dar la razón a los soberanistas intentando quitársela.
Las soluciones no discurren, a mi juicio, por esos derroteros. Siento ponerme demasiado teórico, pero es mi oficio y nadie es perfecto. En esta tarea de mirar más lejos hace falta la intervención de muchos oficios y perspectivas. Necesitaremos a quienes se ocupen de la reconstrucción de la confianza, a los negociadores y los diplomáticos o a los que nos advierten sobre lo que es constitucionalmente posible, pero no desdeñemos la aportación de la reflexión teórica acerca de las novedades que se intuyen en el desarrollo futuro de las sociedades democráticas. Nuestro gran desafío es pensar la arquitectura policéntrica de las sociedades a todos los niveles, desde el multilateralismo global hasta las comunidades locales, configurando una gobernanza multinivel que integre a la ciudadanía según diversas lógicas y sin que se impida así el gobierno efectivo de las sociedades. Imagino la solución a nuestras tensiones políticas en un nuevo espacio que sustituya al mundo de las jerarquías y las subordinaciones, ámbitos en los que la relación entre un centro y una periferia sea corregida por la emergencia de una multitud de centros que compiten y se complementan.
Este tipo de configuraciones políticas va a requerir dos cosas: una nueva legitimación y una innovación institucional. Hace falta, en primer lugar, situar en el centro de la política la libre adhesión, la identificación y la implicación ciudadana. Nada se puede construir establemente sin el consentimiento popular; la imposición es un procedimiento inadecuado para la convivencia democrática. Cuando reivindico la fuerza de las decisiones libres me refiero a voluntades que expresen transacciones y pactos, no a voluntades agregativas o mayoritarias. En sociedades compuestas carece de sentido apostar por la subordinación, disolución o asimilación del diferente. No hay forma de vida en común sin la construcción laboriosa de procedimientos en los que se exprese el reconocimiento mutuo. Y esto nos conduce al segundo requerimiento: la innovación institucional de las soberanías compartidas. Allá donde la voluntad de diferenciación es tan persistente como la necesidad de convivir estamos obligados a pensar formas de decidir que impliquen una co-decisión, donde el derecho a decidir el propio futuro se combine con la obligación de pactarlo con quienes serán afectados por la decisión que se adopte. Se trataría de participar, en igualdad de condiciones, en el juego de las soberanías compartidas y recíprocamente limitadas. El mundo no camina hacia la separación sino hacia la integración diferenciada. Ese nuevo juego nos va a obligar a todos, a soberanistas y a unionistas, porque la organización jerárquica del estado no termina de entender y aceptar el valor de la diferencia y ciertas modalidades del soberanismo, más que plantear algo nuevo, aspiran a reproducir en otra escala la misma lógica de homogeneización de los viejos estados.
A quien me reproche haber sido demasiado teórico no puedo sino darle la razón, advirtiéndole si acaso que con esto no pretendo quitarle el trabajo a nadie, pues de todo nos va a hacer falta, y que después de que muchos lo han intentado por otros medios, también los teóricos tenemos el derecho a equivocarnos. Esta es mi modesta aportación para la solución de un conflicto que no puede resolverse sin las aportaciones de todos. Con el deseo de que muy pronto deje de haber políticos presos, políticos fuera y políticos en la inopia.
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