Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado en DEIA (enlace) el 6/05/2018 y en Noticias de Gipuzkoa el 7/05/2018
Como si de su testamento político se tratase, la declaración final de ETA supone un póstumo intento de legitimar, justificar y contextualizar su pasado, su “cambio de estrategia” y su “final de ciclo histórico”. ¿Quién es el albacea, la persona de confianza designada y encargada de cumplir las indicaciones sucesorias de este mandato postmortem?
Cuesta mantener el ánimo tranquilo cuando se lee que “ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él”: no hay duda de a qué se refiere cuando alude a que trata de responder, literalmente a la pregunta de cómo, de por qué da el paso del fin de ciclo teniendo irresueltas todavía las “consecuencias del conflicto”;su respuesta es que lo ha hecho con la intención de liberar en esta fase todas las fuerzas en la resolución de las consecuencias y que ha dejado la responsabilidad en manos del pueblo.
Su última palabra es particularmente demoledora para un proyecto político como el que representa la izquierda abertzale, directamente interpelada ya no como pueblo vasco, sino con una clara referencia a esta parte del pueblo vasco a la que ETA se dirige en cuanto heredero legitimario para decirle que seguirá “con su lucha con la responsabilidad y honestidad de siempre”.
Lo que ETA sabe y no dice, porque mira para otro lado, es que la inmensa mayoría del pueblo vasco repudiaba y repudia, rechazaba y rechaza a ETA y su barbarie como instrumento de acción política. Y en contextos de continuidad como el que vivimos la superación del vigente estatus político solo puede alcanzarse a través de un proceso político y social respetuoso con las reglas de juego vigentes y que logre una amplia mayoría popular de apoyo. ETA carecía y carece de base social para generar esa discontinuidad política. Lo sabía y lo sabe.
Junto al recurso a la barbarie violenta, ésa ha sido su máxima debilidad. Como de forma impecable describió Manuel de Irujo desde su humanismo cristiano, no cabe proyecto político alguno que desoiga y desatienda los derechos humanos. Ahora, cuando ETA reivindica a la izquierda abertzale y trata de apropiarse de nuestro pasado histórico y construir su propio relato, merece la pena recordar a personajes de tanto calado político como el de Irujo y seguir su estela de comportamiento ético y de compromiso con el país y sus gentes.
La violencia de ETA, además de las víctimas directas que ha producido, ha dañado la convivencia política en Euskadi durante el último medio siglo. El conflicto de identidades y el de la violencia son dos cosas distintas; el terrorismo no es la consecuencia natural de un conflicto político, sino su perversión. Pero también puede sostenerse con la misma convicción que la desaparición de la violencia no resuelve sin más aquello que el Pacto de Ajuria Enea definió como “profundo contencioso vasco”.
Todos los finales de la violencia se transforman en luchas para imponer una versión de los sucedido o, cuando menos, para posibilitar un relato que exculpe ante la propia facción. Como muy bien describía Daniel Innerarity, “todos se preparan para no pasar a la historia demasiado mal”. Cuando el debate está ubicado aquí es una buena señal, pues indica que la violencia pertenece ya al pasado. Pero no debemos olvidar que en una democracia la escritura de la historia solo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten.
No se trata de imponer una “verdad oficial” sino de establecer que la discusión acerca de nuestro pasado se lleve a cabo en el marco de los principios democráticos, de respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas. Y este trabajo nos corresponde a los vascos, como paso previo y premisa para la ansiada convivencia. En el nuevo contexto, marcado por el fin definitivo de la violencia, queda mucho por hacer en el plano del reconocimiento de las víctimas, de la elaboración pública de la memoria y de la reconstrucción de la convivencia.
La memoria no puede ser neutra porque la reconciliación no es un pacto entre agresores y agredidos para encontrarse en una especie de punto medio entre violencia y democracia. La reconciliación supone reposición de unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios, aunque se dirija a todos por igual, no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo han hecho.
Aquí tampoco puede aceptarse la simetría. Todos tenemos la misma obligación pero no todos tenemos que hacer el mismo recorrido. De lo que se trata ahora es de recuperar para la convivencia democrática a quien no fue capaz entonces de entender que la violencia carecía justificación, pero no de ofrecerles ahora una legitimación inmerecida.
Ver más trabajos de Juanjo Álvarez