Artículo de opinión de Juanjo Álvarez publicado en el Diario Vasco el 28/01/2018 (Enlace)
Tras los últimos duros y dramáticos episodios de violencia juvenil una mezcla de sentimientos de impotencia, frustración, enfado, miedo y rabia contenida emergen en nuestra sociedad al cuestionarse el por qué y no lograr respuesta a muchos de los interrogantes que abren esta serie de hechos aislados que despiertan una alarma social más que justificada.
Sucumbir a la tentación de buscar un culpable más allá de los autores materiales de los hechos es comprensible como reacción emocional, pero hay que huir de simplificaciones dañinas e injustas. Algo falla en nuestro sistema social y educativo cuando jóvenes de 14 años callejean ociosos y sin control todo el día, cuando fracasa el umbral familiar educador y cuando la sensación de impunidad se apodera de unos jóvenes capaces de ejercer una violencia tan estéril como brutal.
Unos hechos tan graves y duros nos interpelan en mayor o medida a todos: a los juristas, a los profesores-educadores, al sistema psicosocial y legal preventivo y punitivo, a las autoridades locales, a todos, de una u otra forma, porque pone en evidencia nuestras incertezas y nuestras dudas respecto al interrogante de cómo afrontar la violencia juvenil, cómo orientar la reparación a las víctimas y sobre todo cómo enfocar unas pautas de castigo-reproche social que a la vez cumplan un objetivo resocializador o reeducador de los autores menores de edad.
Tal vez la primera conclusión extraíble es que más que reeducar o resocializar hay que comenzar por educar y socializar; el internamiento y las medidas han de orientarse a formar en valores de vida en sociedad de estos jóvenes desplazados. Su marginalidad social, su autoexclusión social consentida por el sistema es la primera fuente de debate y de reflexión y probablemente también la primera de las causas, concatenadas, que han conducido a este secuencia dramática de muertes violentas.
Simplificar el discurso afirmando que no pueden ser menores para unas cosas y mayores para otras u optar por reclamar sin más la modificación de la edad penal y proponer la implantación de un criterio de imputabilidad penal basado no el edad sino en la capacidad de discernimiento (es decir, valorar pericialmente la capacidad de esos menores para discernir el alcance de la violencia ejercida y en función del grado de conocimiento constatado imponer una sanción más dura u otra) no parece la solución salvo que focalicemos el debate solo en el alcance del castigo penal.
Nuestro sistema se orienta, tras cometerse un acto criminal, hacia la identificación del responsable y su posterior sometimiento a un juicio justo; pero en el caso de los menores imputables (y lo son aquéllos que cometen actos delictivos a partir de haber cumplido los 14 años) la dimensión punitiva coexiste con el objetivo de tratar de reorientar la desviada conducta del menor y prevé para ello una revisión permanente del propio cumplimento del internamiento y la adopción de todo un conjunto de medidas orientadas a controlar la evolución de la conducta del menor.
Ese enfoque no exclusivamente punitivo es correcto respecto a los menores que delinquen pero la solución a esta derrota de todos los mecanismos de socialización y de aprendizaje de vida en convivencia no podemos ubicarla solo en esa fase post-delito; no podemos resignarnos a cuestionar solo la dimensión de cumplimiento de las penas, no podemos renunciar a promover la mejora y la perfección de los sistemas de prevención social, de educación, de control del entorno familiar y social, de la atención a la vida social en barrios donde de forma asilvestrada transita la vida de estos jóvenes asimilados a pecios hundidos en medio de la tormenta provocada por un contexto de vida familiar desestructurada y carente de toda formación en valores. ¿Cómo debemos hacer frente a esta situación?
Siempre es más fácil hacer preguntas que dar respuestas, como también es más fácil quedarse en el exabrupto o en la queja genérica contra las autoridades a modo de analgésico que calma solo en apariencia la ansiedad o el enfado pero no resuelve el problema de fondo. La reparación de las víctimas, la activación de mecanismos de responsabilidad civil es una prioridad pero no ha de ser la única medida.
De igual modo, la prevención mediante el control policial de las calles es una medida preventiva y correctora pero no puede ser el mecanismo único en el que depositar la confianza en el sistema.
La confianza, esa institución silente pero clave para la vida en sociedad exige para poder ser recuperada la activación de la formación, la educación y la insistencia en esa línea de socialización de estos jóvenes. No podemos permitirnos renunciar a educarles, algo falla cuando su huida hacia adelante conduce a episodios de violencia brutal. Nuestro doble reto es compartir el dolor y el sufrimiento de las víctimas con la exigencia de responsabilidad social que conduzca a no abandonar a su suerte a estos jóvenes. Ni antes (sobre todo antes) ni después de haber destrozado sus vidas y las de terceros inocentes.
Ni el shock social, ni el enfado, ni la incredulidad ni el miedo ciudadano ante estos dramáticos y duros hechos deben frenar nuestra laboriosidad en la búsqueda de mecanismos de control social y de prevención que no pueden ser solo de represión o de control policial; deben estar, sobre todo, basados en la herramienta de los valores y la educación.
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